Por Dios nuestro Señor y los Santos Evangelios
I
Hace pocos días, obtuve mi diploma de Licenciado en Letras. Después de muchísimos
años, de un sinuoso camino que sólo pude haber transitado en la relajada
política de permanencia en la carrera que permite una universidad como la UBA,
me recibí. Tardé en recibirme por muchas razones; algunas laborales –me costaba
conciliar horarios-; algunas personales –desconocimiento total de qué era la
universidad, entradas y salidas de la carrera, etc.-; y otras que podríamos
agrupar bajo el nombre “cruck-up” (2001): la
combinación de variables biográficas con las del sistema capitalista
internacional, cuya crisis mundial me partió como un rayo. Para esa época, por
suerte, volví a enamorarme, y así también conseguí la motivación necesaria como
para seguir estudiando y retomar una carrera que había dejado hacía cuatro
años. Entre el año que yo había dejado Letras y hasta el año en el que retomé, me había
anotado y cursado dos años en el Profesorado de Matemática y Astronomía, para
después, completamente perdido, cursar un cuatrimestre en Jardinería. Leyendo en estos días a Lezama Lima y sus configuraciones imaginarias, pensé que, de alguna
manera, lo que yo buscaba entonces era algo así como un jardín botánico estelar-divno en donde poder descansar del mundanal ruido. A pesar de los jardines y el análisis
matemático, todo seguía siendo para mí poesía y literatura. En el año 2002,
retomé la carrera, y lo hice en el mejor de los mundos posibles: cursé
Literatura Española I con Leonardo Funes. Alguien dijo una vez que la UBA en
aquellos años funcionaba para muchos como un espacio de contención. En mi caso,
fue así. La “literatura medieval española” (pongo las comillas porque las dos
primeras clases fueron dedicadas a problematizar este sintagma) resultó un
catalizador de mis angustias, miedos, inseguridades. Yo no era un jovencito,
pero la crisis había estirado la noción de juventud con tal de albergar a
muchos que no estábamos en condiciones de afrontar ninguna responsabilidad
seria, pero el impacto purificador de la lectura del Poema del Cid, las Cantigas
de Santa María, los cruces entre culturas (imaginarios) en la península, el
Libro del Buen Amor, Los milagros de Nuestra Señora, etc.,
recorridos con rigor y sabiduría (nunca voy a olvidar las clases del profesor
Funes) me devolvieron a la senda perdida. Pasaron muchos años más. Mi desempeño en la
carrera fue el de un estudiante, digamos, habilidoso
pero intrascendente –como había dicho una vez un amigo refiriéndose a mi
manera de jugar al fútbol. Nunca se me había pasado por la cabeza hacer una
carrera académica. Cuando volvíamos de la ceremonia de entrega de diplomas, mi
papá me dijo: sos el primer Carballar con un título universitario.
II
Siempre leí, así me cuentan. De niño, me gustaba leer la
Biblia, que en la comunidad protestante donde pasé gran parte de mi niñez, era
el libro de los libros, en sentido literal, el libro perfecto. En esos libros
estaba escrito El Libro de la Vida: cualquier otra página palidecía ante el
esplendor bíblico. Cada página era una revelación, una figura que podría actualizarse
con su verdad cuando llegara el momento. El Antiguo Testamento era el relato
épico de un Dios ancestral, bastante enigmático por momentos (o siempre: Yo soy
el que soy) que al realizar la Alianza con el Pueblo generó una serie de
movimientos angelicales (los visitantes de Lot), estelares (la detención del
sol en Josué), ctónicos (el mar que se abre), sonoros (las murallas de Jericó
que se desploman por la música), etc. Historias que se perdían en la
profundidad de tiempos prehistóricos, pero que siempre volvían como relatos: Job; las
vírgenes suicidadas por una promesa; el Leviatán; las voces de los profetas que
variaban el lamento de la destrucción; los Salmos –antiquísimos registros
líricos; las genealogías interminables de nombres, cuya resonancia permanecería
hasta volver en el linaje que el Evangelio
de Lucas hace de Jesús. El Nuevo Testamento realizaba aquellas historias de una
manera que comprendería cabalmente leyendo a Auberbach, muchísimos años después.
El despliegue cósmico del Antiguo Testamento, las profundas angustias de los
grandes hombres se volvían otra cosa, ganaba otro registro (recordemos que yo
leía Antiguo y Nuevo Testamentos como un solo libro): todo pasaba a ser más cotidiano,
sencillo, humilde, pobre. Encarnado. Además, también tenía noticias que el
idioma del Nuevo Testamento era otro que el del Antiguo. Esa diferencia, la
diferencia entre una lengua divina y otra más minoritaria, ¿llegaría a
transmitirse en la traducción? También sabía, porque el tema de la traducción
es un tema muy importante para la comprensión protestante de la Biblia, que
había una traducción canónica en español (la de Casiodoro de Reina, o
Reina-Valera, traducción del siglo XVII que fue objeto de varias revisiones) y
que había una leyenda dorada acerca de una traducción del AT realizada por
setenta sabios que habían trabajado por separado, para luego descubrir que sus
setentas versiones eran idénticas. Esto es lo que yo sabía, porque me gustaba
leer el comienzo de las ediciones. Me encantaba el hecho de un dios políglota y
preciso en la transmisión.
III
Los pliegues de la imaginación del chico que yo era a los
doce años me llevaban a imaginar que cerca de mi casa, estaba Jerusalén, por
ejemplo. No muy lejos de donde yo vivía, había calles de tierra, muchas casas
con higueras, árboles frutales, casas que en el fondo tenían una huerta –la
casa de mi abuelo, sin ir más lejos-. Cuando caminaba por esos barrios, no
podía dejar de pensar que estaba caminando por Judea; además, cierto resto de
cultura italiana, del sur de Italia, particularmente, terminaba de hacer
concordar la imaginación mediterránea. Como yo era un niño protestante, las
imágenes de lo bíblico que solía ver eran imágenes de material norteamericano,
principalmente, que desplazaban cualquier brillo de santidad icónica (ni Sagrados
Corazones, ni vírgenes alegóricas) hacia una entidad cinematográfica, más bien.
Pedro, Jesús, el rey David, el profeta Daniel, María, etc., aparecían con la
contextura física de Charlton Heston (tuve que buscar el nombre en Wikipedia) o alguna rubia debilidad:
icónicos, sí, pero de otra manera que la que investiga Cacciari en Iconos de
Ley. Ilustraciones llenas de dramatismo, compuestas por hombres
y mujeres atormentados y fuertes; en un registro realista y un poco épico que,
como dije, era cinematográfico, más orientados al ethos que al pathos sulpiciano. Sin embargo, un resto textual persistía: Judea
era un lugar desértico, pero también, atravesado por jardines y lagos,
olivares, algunas campiñas, y casas humildes, salvo los palacios romanos. Así
que, en ciertos barrios, mi imaginación se arremolinaba, y me sentía como en
Judea. La Biblia fue así mi primera gran lectura del mundo.
En la escuela, me daban poco y nada para leer. Lecturas de
manuales que recuerdo aburridísimas, sólo alguna que otra narración en tono de
parábola –ahora me doy cuenta de que mi oído estaba afinado para ese tipo de
relato- lograba sacarme del letargo. Más o menos en cuarto grado, descubrí la
divulgación científica: libros en papel ilustración, llenos de imágenes de
animales y plantas. Me entusiasmaba leer acerca de tigres, leones, toda la
fauna de la niñez, traída de la mano de los exploradores del siglo XIX; muy
tímidamente, a veces, asomaban un chajá, un yaguareté, un yacaré. Lo curioso es
que los animales "autóctonos" venían acompañados de leyendas; cosa que los animales
africanos, no. Yo llevaba algunos de esos libros de divulgación a la escuela,
recuerdo uno que se llamaba Maravillas de
la creación: el espacio donde la divulgación científica se encontraba
con el cristianismo, y las teorías científicas venían a explicar, apoyar,
confirmar los relatos bíblicos. Llevaba ese tipo de libros para compartir con
mis compañeros en las prácticas de lectura: sacábamos el manual y leíamos cada
uno un fragmento, yo decía que me había olvidado el manual, y leía algo de este
tipo de libros. ¡Qué nerd! Una vez, la maestra me retó, me dijo que no me
olvidara más el manual, que tenía que leer del manual. Como yo quería ser el
mejor alumno, sentí vergüenza, me di cuenta de que me había equivocado, y no
llevé más mi libro de tapa celeste.
Eso pasó hasta sexto, séptimo grado. Con la pubertad, todo
fue, como corresponde, crítico. Voy a saltearme esta parte. Terminé estudiando
en una escuela técnica en Temperley, para pasarme en tercer año a una escuela
técnica en Avellaneda, a dos cuadras de la cancha de Independiente, donde pasé
casi tanto tiempo como en la escuela.
En el colegio secundario me harté de la religión, y comencé
a transitar algo que durante mucho tiempo yo pensé que era algo así como un
pensamiento de izquierda y, ahora, me doy cuenta de que se trataba de un alegre
liberalismo ateo. Corté lazos con el
protestantismo, y sobre todo con la versión evangelista en boga por aquellos
años. En el conurbano, todo había virado a una versión pentecostal, desaforada
de la religiosidad: aplausos, desmayos, aleluyas estentóreos, más concentración
en el AT, aunque combinado con una muy libre interpretación del evangelio, y un tono
histérico que me incomodaba. Todavía no había explotado, sino tímidamente, la
cumbia como un fenómeno popular, urbano y masivo; sin embargo, diez años
después, alguien como Gilda empezaría a sonar en los templos evangelistas, y yo
lograría entender un poco la alegría del que canta con los ojos cerrados al
ritmo de una música eclesiástica comunitaria y popular; aunque nunca tan graciosa
como la de la niña Gilda. Hace poco, me contaron que en una iglesia coreana en
Once, la gente bailaba en círculos la canción que dice: Tú, aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo,/ tú me das la
fuerza que se necesita para no marchar, /tú me das amor… En ese pliego cumbiero, se me revela la verdad de Judea, los
barrios pobres donde viví, En los años en que me había hartado de
la religión, en mi casa había aparecido un libro que se llamaba algo así
como Jesús
murió de viejo, y era una suerte de investigación acerca del destino de
Jesús. No recuerdo mucho, pero el libro se apoyaba, aseguraba, en materiales
históricos, y para mí, que creía en los libros, ya que como me gustaba leer mis
padres compraban colecciones donde convivían Los nueve libros de la historia de Heródoto, sin ningún marco de
ningún tipo, con revistas coleccionables que seguían el zigzag de mis intereses
indefinidos, todo lo impreso tenía un valor de verdad, sentí la estocada
definitiva a mi fe de niño. Jesús no había sido crucificado, no había
resucitado al tercer día. A los 15 años, no creía más en Jesús.
Quien nunca dejó de estimularme como lector fue mi mamá. Ella me acercó unos libros viejos de mi papá que estaban por ahí en casa, y que fueron mi primera lectura literaria consciente: Crimen y castigo, Ana Karenina, El extranjero (todos libros de lectura obligatoria en los ’60) y, especialmente, El misterio de las catedrales, un libro extrañísimo: no entendía qué era ese libro que hablaba de las catedrales medievales y de un conocimiento secreto e inspirado en la lengua de los pájaros y las piedras catedralicias, en fiestas y carnavales.
Quien nunca dejó de estimularme como lector fue mi mamá. Ella me acercó unos libros viejos de mi papá que estaban por ahí en casa, y que fueron mi primera lectura literaria consciente: Crimen y castigo, Ana Karenina, El extranjero (todos libros de lectura obligatoria en los ’60) y, especialmente, El misterio de las catedrales, un libro extrañísimo: no entendía qué era ese libro que hablaba de las catedrales medievales y de un conocimiento secreto e inspirado en la lengua de los pájaros y las piedras catedralicias, en fiestas y carnavales.
IV
Cuando recibí mi diploma, mi juramento fue por la fórmula
“por Dios nuestro Señor y los Santos Evangelios”. Éramos poquísimos los que
juramos por ella, como puede esperarse en una institución orgullosamente laica
como la UBA. Me alegro de que así sea. En el recorrido final de mi carrera,
completamente entusiasmado con las lecturas severas y constantes, decidí cursar
Literatura del Siglo XX, de Daniel Link. Si todo este recorrido había comenzado
con Funes, el cierre con Daniel fue una parábola perfecta. La materia, en ese
momento, trabajaba sobre los monumentos más extraordinarios del alto modernismo
(Mann, Kafka, Proust) y los hacía vibrar bajo la luz del peligro que los
constituía: la catástrofe de la Guerra y el desastre del Humanismo. En esa materia, yo, un hombre de 35 años que tenía una relación tibia, aunque
importante, con la academia, encontraría mucho rigor de lectura y una gracia
poética en la transmisión del conocimiento que me
entusiasmaron como jamás lo podía haber imaginado. Estudié mucho, leí mucho; y debido a un comentario a la pasada que había
hecho un compañero en otra materia, decidí preguntar si podía ser adscripto. La
verdad es que yo no sabía bien de qué se trataba ser un adscripto; pensé que
era una especie de rango inferior de la docencia. Se lo pregunté a mi docente
de prácticos, Claudia Kozak, y ella le preguntó al titular de cátedra. Hacía
mucho calor. Daniel, mientras firmaba la libreta aprobando mi monografía, sin levantar la vista dijo:
“no sé qué pasa, pero este año hubo muchos pedidos de adscripciones, vamos a tener que hacer un llamado”. Y mirándome, completó: “presentanos un proyecto de
investigación”. Para entonces, estaba enloquecido con la música. Si algo me
había sostenido siempre, particularmente en los momentos más críticos, eso habpia sido y era la música. Y en la cursada de Siglo XX, donde
leímos Doktor Faustus, pero también ”Josefina,
la cantante”, la música era un tema que atravesaba el programa. Música y
literatura, pensé. Y bajo la advocación adorniana (que tiempo después, dejaría
un poco de lado, pero eso es otra historia), escribí un “proyecto” que se
llamaba: Literatura y música: de Ascenso
y caída de la ciudad de Mahagonny a La asesina de Lady Di. Creo que fue la
última vez que Daniel dio cabida a semejante delirio, pero aceptó mi proyecto. Actualmente comparto un espacio de trabajo privilegiado, en el corazón de lo mejor del pensamiento crítico y poético argentino.
Juré católicamente con un
reducido quinteto, un poco border y
ultramontano. Creo que conmigo juraron dos bibliotecarias, una historiadora, y
otro licenciado en Letras. ¿Por qué elegí ese juramento? No sé. O sí, claro. Hace unos años,
me convertí al catolicismo. Toda la tradición cristiana que permanecía como
resto en mí –que había dejado de lado, que no me interesaba en sus desarrollos-
fue convocada por la figura de Benedicto XVI. Cuando el cardenal Ratzinger fue
electo Papa, lo primero que destacaron los medios de comunicación fue su perfil
duro, ortodoxo. Y de manera lateral, mencionaban su trabajo teológico. Su visión de la Iglesia como una fortaleza que había que cuidar
y que, tensionando su pasado reformista conciliar, debía reformarse pero siempre con
respecto a la Tradición me encantó. Toda la tradición icónica y sonora del
catolicismo me venía dando vueltas, me había conmovido el acercamiento
de Pasolini a dicha herencia; y la historia italiana de los ’70 vinculada a la
relación entre cristianismo e historia secular, el asesinato de Aldo Moro: es
como si mis derivas imaginarias siguieran la melodía de textos, obras
musicales, figuras religiosas, y esta vez concordaran de esta manera. Lo cierto
es que mi lectura ganó en espesor, y se volvió compleja y
feliz. Jurar como lo hice fue hacer las paces con mi pasado, mi padre había
repetido desde siempre, desde mucho antes de que decidiera estudiar Letras, que
había que poner una bomba en la Facultad de Filosofía y Letras porque había
arruinado al país, pero así y todo, yo era el primero de la familia con un
título universitario y eso lo enorgullecía, además, cuando yo nací, él me había regalado una enciclopedia Sopena de 10 volúmenes, que fue durante muchísimo
tiempo mi lectura secular más importante; fue hacer las paces con mi
cristianismo, que en esa fórmula no se contradecía con la tradición
protestante ni con mi nuevo Credo. También, pienso que ser cristiano nuevo me
coloca en una línea imaginaria con Góngora, por ejemplo, qué espléndido. Por
último, me acoplaba con la historia de las universidades, y así me tocaba con una tradición que
hasta este día me había sido ajena, y ahora puedo contemplar como parte de mi
vida.
3 comentarios:
Me da alegría saber que no somos pocos los católicos en Letras de la UBA. Benedicto XVI fue el mejor papa de la época, es que de alguna forma todos los católicos necesitábamos. Pero lamentablemente, como pasa a menudo con los grandes, fue bastante desestimado hacia adentro de la Iglesia. Tal es así que apenas si el 1% de los católicos conoce la magnitud de lo que hizo (o intentó hacer) y pensó. Yo veo difícil que la iglesia siga mejorando, porque ahora mismo se está construyendo sobre las ruinas de no haber entendido lo que el anterior papa propuso. Algo de eso está en el librito de Agamben, "Benedicto XVI y el fin de los tiempos".
Saludos!
Gracias, Pablo. Acuerdo totalmente con lo que decís de Benedicto XVI. Soy un católico, no sé cómo decirlo, muy "libresco".
Dieguito: gracias por tus cariñosas palabras, pero no te olvides de lo mucho que nosotros aprendemos de vos.
Abrazo
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