27.3.15

El vespertino de las parcas. Diario del Colón (2015) I

Hemos negado a la música el poder del desarrollo discursivo, 
pero no le hemos negado la experiencia del tiempo vivido. 
Vladimir Jankélévitch 

Supongo que todos los padres (y madres) deben tener un momento de melancolía con respecto a sus hijos. A mí me ocurre, por ejemplo, cuando dejo a mi hija más pequeña en el jardín. No siento melancolía precisamente ahí, sino cuando, de casualidad (porque voy a avisarle algo a la portera, porque una maestra viene a traer a otro niño al grupo de padres que esperamos en el ombú de la entrada), alcanzo a ver a mi hija sentada con los demás niños, seria, solita y en ronda: ahí, entonces, llega la melancolía, el cielo de los cuadros renacentistas más raros, el Giorgione, por ejemplo. ¿Cómo definiría la melancolía? Como una tristeza sin objeto, una tristeza fluctuante, que parte de alguna imagen, un sonido, un fragmento vivencial. No es raro que esta sensación melancólica esté asociada a los hijos; fuimos niño; de esa vivencia, quedan trazas, huellas. Se trata de una ausencia, en suma, que nuestro cuerpo conserva. En términos generales, añoramos la infancia; en mi caso, no es que añore los años '70, qué va, añoro una zona vital en la cual nuestro cuerpo era la tierra y el mundo. En mi caso, la infancia aparece como ramalazos de un devenir cuyo misterio conocen ciertos ángulos de la luz, algunas plantas y sonidos. Mi infancia está estructurada por el ritmo fugaz (el rhythmós) de, por decir, una luz solar y la copa de un árbol meciéndose por la brisa y un sonido que no dudo en llamar "musical" porque su naturaleza comunicativa es incierta pero precisa. Esas organizaciones del entorno, me hablan: "te conocemos", dicen, "nos conocemos, aunque sea la primera vez que venís por acá". Recuerdo algunos cuentos de Philip K. Dick en el que esta sensación era recuperada en clave paranoica: más de una vez, el protagonista del cuento escucha claramente cómo los insectos conspiraban para destruirlo a él (y, en consecuencia, a la humanidad).
Probablemente, la visión de mi hija pequeña, sentada en la soledad del mundo -ella, que niña es la tierra- me devuelve una imagen que mi cuerpo conoce pero no puede siquiera pronunciar. Esos estados de melancolía son breves, y la niñez es, también, algo olvidadiza.

Debido a razones laborales y familiares, casi no podré asistir a funciones que no sean las vespertinas del domingo. Funciones que comenzarán de día, a las 17h, y terminarán de noche, salvo las últimas del año, que acabarán en ese larguísimo crepúsculo estival que domina el cielo de la pampa.

No entendí el cronograma de compra, no lo comunicaron bien o, lo más probable, nunca salieron a la venta los sobrantes de abonos, como abono, de este año. Mi idea era tener el abono para ópera, como en el 2013; no sólo por lo que representa esa suerte de contrato entre uno y el teatro, sino por la tranquilidad que significa saber que uno tiene su ubicación a disposición el día que asistirá.

Este año, en el ciclo de ópera, habrá dos o tres números que me convocan, por muy diversas razones. Allí quería estar. Pero, los abonos sobrantes nunca aparecieron, por lo tanto, deberé atento a cuando salgan las funciones a la venta, y comprar lo poquísimo que queda a disposición. De esta manera, me hice con el primer título del año: ya tengo entradas para Werther (de Jules Massenett), ópera inspirada, por supuesto, en la celebérrima obra de Goethe. (Las desventuras del joven Werther fue uno de los primeros textos que leí de una vieja colección Salvat que había en la casa de mis padres.) El Werther, la obra de juventud de Goethe, fue la obra que inauguró la moda romántica, la desmesura romántica interior, los arrumacos prohibidos, la juventud que se opone a las reglas, las hojas manchadas de sangre nueva. No conozco la ópera de Massenet, salvo alguna que otra famosa aria.

Una de las primeras cosas que para siempre llamó mi atención del teatro Colón fue el juego de luces y sombras (conocí al Colón unos diez años antes de su cierre por refacciones) y, especialmente, el sonido de fondo de la orquesta afinando los instrumentos antes de la función, mientras la gente ingresa, busca su asiento, etc. Esa música derivativa, misteriosamente oriental, en la que se superponían timbres, melodías, colores, escalas, claves me hipnotizó, en ella (en las maderas, los metales, hasta las voces humanas) reconocí una forma del ritmo de mi infancia. Desde entonces, cada velada en el teatro viene precedida de este juego de fragmentos musicales. No es lo mismo cuando la orquesta afina para Il barbiere, que para Pelléas o Erwartung (por nombrar algunas óperas al azar). Cada obra tiene su plantel instrumental, su tonalidad, su color, etc. que le brinda una sonoridad diferente a esa canción desordenada. Escuchar ese momento es asomarse al continuo de sonidos que se organizarán rítmicamente en la obra, que devendrán en la interpretación y que, misteriosamente, secretamente, amorosamente, nos cantará al oído, y rozará la orilla de nuestro cuerpo ausente y presente: el teatro como children´s corner (Debussy, Carrera), como resto de lo que los instrumentos dejarán en el silencio, que precede y habita en la música.


Adenda:

"El sujeto de la escucha o el sujeto a la escucha (pero también quien está "sujeto a la escucha" como se puede estar "sujeto" a un trastorno, una afección y una crisis) no es un sujeto fenomenológico; vale decir que no es un sujeto filosófico y que, en definitiva, tal vez no sea sujeto alguno, salvo en cuanto es el lugar de la resonancia, de su tensión y sus rebote infinitos, la amplitud del despliegue sonoro y la magrura de su repliegue simultáneo, a través de lo cual se modula una voz en la que vibra, al retirarse de ella, la singularidad de un grito, un llamado o un canto (una "voz": hay que entender con ello lo que suena en una garganta humana sin ser lenguaje, lo que sale de un gaznate animal o de un instrumento cualquiera, e incluso del viento entre las ramas: el murmullo para el que aguzamos el oído, o al que prestamos oídos).*"

*Cf. Giorgio Agamben: "La búsqueda de la voz en el lenguaje es el pensamiento", el "Le fin del pensiero", Le noveau commerce, 53, 54, 1982.
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J-L. Nancy. A la escucha, trad. H. Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2007

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