Hardcore 8: Música para luciérnagas
Anoche, quedé un poco impresionado después de escuchar una versión de Khovanshchina, la ópera inconclusa de Mussorgsky.
Se trataba de una grabación realizada en 1946 en plena Unión Soviética (es decir, con todas las fuerzas stalinistas ya cristalizadas), grabada en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo (Leningrado), bastante enraizada en la tradición interpretativa rusa del siglo XIX. Un verdadero monumento, un archivo.
Si en Boris Godunov, el protagonista de la ópera es el pueblo (se ha dicho hasta el hartazgo), en Khovanschina hay varias líneas argumentales, algunas más vinculadas al gusto occidental, que giran alrededor de un acontecimiento histórico que fue la colisión de diferentes formas de vida, todas tocadas por la disgregación territorial y, claro, espiritual.
Como Mussorgsky no pudo terminar esta ópera (dejo orquestado el preludio y algunos acompañamientos), Khovanschina ha sido objeto de diferenes orquestaciones por parte de músicos como Rimsky-Korsakov (cuyas lecturas brillantes de las orquestaciones de Mussorgsky hoy no son muy apreciadas), Ravel, Stravinsky y Shostakovich.
Khovanschina es, en cierta manera, una obra abierta en la que cada compositor ha dejado impresa una idea de "lo ruso" que cada uno de ellos -todos "rusos" a su manera, hasta Ravel- tenía. Para mí, en este sentido, se trata de una ópera ideal: entre las orquestaciones diferentes y las interpretaciones de orquestas y directores que la han leído (Abbado, Khaikin, etc.), nos encontramos siempre ante una interpretación idiorrítmica (en la terminología de Roland Barthes): una manera de responder al cómo vivir juntos, que es el motivo del libretto de esta obra.
Cada intepretación de la Khovanschina es una voz, en cierta manera: una manera particular de hacerla decir. Hay un momento en donde el idiorritmo de cada interpretación se puede escuchar con claridad: en la entrada del príncipe Iván Khovanschi del primer acto.
El nombre de la ópera sería en español algo así como El caso Khovanschi, que no puedo dejar de relacionar con El caso Moro, de Leonardo Sciascia, libro que comienza con la evocación de la "Carta de las luciérnagas" de Pasolini: "Las luciérnagas, casi en nombre de ellas quería Pasolini procesar al Palazzo...", escribe Sciascia. Esta relación entre poder y violencia políticos, comunidades y mera tierra es lo que ocurre entre la aparición del príncipe y el rubato que cada interpretación hace de la partitura de Mussorgsky.
En la versión de Claudia Abbado (1990), cargada de planos orquestales y precisión camarística, luego de la aclamación del coro ("Buenos ortodoxos, gente de Rusia: nuestro gran Señor va a hablar") al príncipe lo recibe un acorde de metales, que en otras versiones se escucha inmediatamente después de las palabras del coro, pero que en la versión de Abbado aparece apoyado en las últimas notas, en una resolución muy a la Shostakovich, donde se cruzan el poder, la gloria y la nota satírica. El "leit motiv" del príncipe tiene un andar fastuoso que se opone a la dicción de Aage Haugland (1944-2000) que suena tambaleante y, ciertamente, ebria (de poder, de alcohol).
Hermosa frontera de esta obra, en donde aquello que imaginamos como "lo ruso" (un imaginario seteado en el pathos de las novelas del siglo XIX, en los dramáticos paisajes de viejas películas, en el sufrimiento de los mujiks, la tristeza de Chejov, el imperialismo y la burocracia, los poemas de Ajmátova y Mandelstam, una pléyade de nobles exiliados, algunas chicas que conocimos que leían novelas rusas, etc.) resuena con brillo y arrebato. La voz rusa se agencia en la tierra, finalmente, en el amanecer del río, como comienza esta historia Mussorgsky, en la desparación de las luciérnagas en una megápolis como la Moscú actual.
Podría imaginar una ópera llamada El caso del fiscal, en la que la música se agenciara en aquello que Deleuze llamó "la era de los insectos", un devenir molecular que acompañe la salida del sol en el Río de la Plata, con los insectos murmurando musicalmente entre los insportables edificios de Puerto Madero.
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