1.12.15

Tan napolitano como el resto de España. Doménico Scarlatti en Sevilla


sabe que está el secreto de todo ritmo y pauta
en unir carne y alma a la esfera que gira

Para la realización de DomenicoScarlatti à Séville (1990), Edgardo Cozarinsky parece haber tomado al pie de la letra las palabras de Roland Barthes (en Sade, Fourier, Loyola) que utilizó como epígrafe de una las secciones de Vudú urbano (1988)
En realidad no existe ningún centro de lenguaje exterior a la ideología burguesa: nuestro lenguaje viene de ella y a ella vuelve, en ella está encerrado. La única respuesta posible no es ni el enfrentamiento ni la destrucción, sino únicamente el vuelo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos de acuerdo con fórmulas irreconocibles, de la misma forma que se maquilla una mercancía robada.[1]

Este fragmento es un excelente punto de partida para pensar el cruce entre imagen, sonido y contrapunto-contrabando lingüístico con el que Cozarinsky escucha las sonatas que Domenico Scarlatti escribió en Sevilla a mediados del siglo XVIII.
Siguiendo a Barthes, podemos decir que Cozarinsky teatraliza en este film a la música de Scarlatti al ilimitar el plano expresivo que la constituye desde una perspectiva que no dudo en considerar filológica y oblicuamente glotopolítica. Filológica porque parte de un problema específico que hace al idioma: ¿qué vestigio, qué resto de una comunidad –por lo tanto de una forma de vida y una lengua- hay en la música de Scarlatti? Para Cozarinsky la sonata scarlattina funciona como el testimonio de la lengua de la comunidad sevillana previa a 1492. Desde esta perspectiva, Cozarinsky le asigna a la música “la experiencia del tiempo vivido” (Jankélévitch) y así puede inscribir su lectura de la música como un espacio donde resta una lengua hecha de préstamos, tensiones, convivencia y, finalmente, diáspora.

¿Cómo lee Cozarinsky las marcas de la experiencia y del tránsito en una obra musical? Para responder esta pregunta, es más fácil comenzar por un texto de Cozarinsky no muy posterior a la filmación de Scarlatti en Sevilla: “El violín de Rothschild”.

Cozarinsky entiende a la música de Scarlatti como depositaria de un testigo. La metáfora del testigo es utilizada por él para construir una trama narrativa alrededor de El violín de Rothschild, una ópera inconclusa de Benjamín Fleischmann, alumno de composición de Dimitri Shostakovich, que murió  durante la resistencia de Leningrado (actual San Petersburgo) en un desesperado combate con tanques del ejército nazi. En 1948, a pocos años de finalizada la Guerra, Shostakovich (que no fue movilizado por el ejército soviético) decidió terminar la ópera de su alumno.
Frente a esta obra, Cozarinsky se pregunta
¿Puede imaginarse cierto sentimiento de culpabilidad en un gran compositor, no judío, que se deja proteger por un poder que íntimamente desprecia, mientras su oscuro alumno judío muere defendiendo la ciudad que, tal vez, para ambos es su única patria.
¿En la partitura de El violín de Rothschild que nos ha llegado, cuánto hay de Fleischmann, cuánto de Shostakovich? […]
1948 no sólo es el año en que Stalin lanza su campaña antisemita. En esa fecha, Shostakovich termina su ciclo vocal De la poesía popular judía, op. 79, que sólo podrá ser interpretado en público en 1955, dos años después de la muerte del líder. […]
En los años ’20, Shostakovich había participado en una puesta en escena de Meyerhold, como músico de un conjunto klezmer; éste había sido su único contacto público con una música que declaraba admirar tanto como la gitana y era, como ésta, totalmente ajena a sus raíces y a su formación[2].

Estas citas –el texto del que provienen es posterior a Scarlatti à Seville- dan cuenta del método de trabajo de Cozarinsky y de su atención a la vocación política y comunitaria de la música. Cozarinsky explora el material musical en virtud de una forma de vida (imaginaria o posible) y de la experiencia del tiempo que la constituye (rythmós).

Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski –desde una perspectiva histórica- entienden al ciclo de canciones de Shostakovich como uno de los testimonios –oblicuos- de la música frente a la persecución que los judíos sufrieron durante el stalinismo y, también, como un modo de representar una comunidad
Dimitri Shostakovich sintió como una herida propia y lacerante el exterminio de los judíos en Europa oriental. Ya en 1948, en pleno brote de la campaña antisemita alentada por Stalin, tuvo el coraje de componer una serie de canciones Sobre la poesía folklórica judía, op. 79. […] Basadas en cantos de la época de los zares en yddish y hebreo, traducidos al ruso, las piezas para soprano, contralto, tenor, coro y orquesta desarrollan melismas vocales de la tradición popular, no solo judía sino también rusa y eslava, apoyados sobre módulos rítmicos propios de la música rural. Las primeras seis son canciones tristes en las que los melismas marcan los momentos de inflexión del texto referidos a la “tumba”, al “sueño” la despedida”, el “padre perdido” y el “invierno”, a la manera de Mahler. Las tres últimas, en cambio, apuntan al presente y al futuro, desenvuelven la atmósfera de esperanza y alegría que promete la vida comunitaria del kolhoz, retoman hitos de la música festiva desde Schubert hasta el music hall del número final, “Felicidad”.[3]

Burucúa-Kwiatkowski entienden que la obra de Shostakovich es una manera de transmisión heterodoxa (melismas ortodoxos, ritmos populares, música centro europea clásica –Mahler-, music hall, etc.) de la experiencia de una comunidad peregrina (y perseguida).
Atento a estos préstamos y contactos, escucha Cozarinsky la música de Scarlatti. Se trata del mismo método con el que escucha a Shostakovich. Cabe destacar su atención por lo “no dicho”, el interés por los “inciertos, a menudo invisibles caminos de la transmisión”, en los cuales, la música se muestra a la vez monumental y esquiva
En francés, la palabra “testigo” (témoin) también designa al objeto cilíndrico, metálico que se van pasando los corredores en esas competencias en donde cada uno debe recorre sólo parte del trayecto; en el límite, lo espera el corredor que para poder continuar recibe ese “testigo” de manos de quien ya cumplió el tramo que le estaba asignado (p. 86).

Scarlatti es una suerte de (inesperado, en cierta manera) receptor del testigo de aquella comunidad superviviente en los límites de la península y del siglo XV.

Cozarinsky apela a la interpretación musical, entonces: a la interpretación de Christian Zacharías (además de la de Ralph Kirkpatrick) y no a una mera historización de la escritura de las sonatas de Scarlatti. Pone el acento en la interpretación de una forma muy autónoma en términos musicológicos. En Formas de sonata, el musicólogo Charles Rosen destaca la importancia de la sonata en tanto texto puramente musical, en tanto objeto musical independiente en términos expresivos (“a externa realitate soluta”), que resulta uno de los posicionamientos estéticos más fecundos de la ilustración como del romanticismo
Adam Smith escribió que escuchar una obra de música instrumental era igual que contemplar un gran sistema científico, y en 1798 Friedrich Schlegel observó que la música instrumental pura creaba su propio texto y que la expresión del sentimiento era sólo el aspecto superficial de la música[4].

Cozarinski inscribe sobre las figuras musicales, figuras vitales supervivientes y las vocaliza, en cierta manera: las lleva a un nivel en donde lo semántico se toca con el sistema semiótico musical y desde allí reconstruye una narrativa.

Leo Spitzer escuchó las formas musicales en virtud de la lengua y su expresión lingüística (léxica y semántica); desde su abordaje estilístico, las sonatas de Scarlatti estarían ubicadas al límite de una manera de concebir las relaciones entre mundo y música (la musica mundana medieval que llega hasta el Barroco)[5]. La aproximación romántica a la música instrumental, siendo la sonata el nec plus ultra de la autonomía, como lenguaje absoluto no es precisamente la idea contemporánea todavía a Scarlatti, aunque su forma de composición sea eminentemente instrumental. Hay un cierto rubato, en esta diferencia entre música mundana/música pura, que Cozarinsky extrema al hacer del compositor del siglo XVIII un contemporáneo de la Sevilla previa a 1492 (y un contemporáneo de nuestro tiempo).

Cozarinsky explora el plano “retórico” del tiempo pulsado en la música -como lo haría también en el caso de Shostakovich- para colocar en perspectiva una particular amalgama histórica, política y vital, y busca las trazas del texto cultural para traficar los límites de los grandes sistemas (Sevilla, Leningrado en 1948: las patrias que Cozarinsky elige son frágiles y tambaleantes). Las sonatas de Scarlatti son el devenir (en los afirmativos ritmos, en las variaciones, las reencarnaciones y las metamorfosis temáticas) de lo que habría sido una comunidad posible; y es en la interpretación (musical y lingüística) que esta cualidad comunitaria puede llegar a leerse.

De todas maneras, ¿cómo podríamos leer la música si no fuera de este modo: escuchando a un intérprete? Cabe citar, entonces, a Federico García Lorca y la famosa conferencia “Juego y teoría del duende” (1933) cuando el poeta describe al duende de tal manera que podemos pensarlo como en la manifestación de idiorritmo
Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto[6].

Christian Zacarias es el intérprete (cuerpo vivo) y transmisor, a través de la imagen y el registro arqueológico de Cozarinsky, de la experiencia musical (presente exacto) de Scarlatti.
En el film, el pianista alemán aparece inmerso en una textura visual y sonora (una puesta en escena, en suma) hecha de imágenes de Sevilla y, notoriamente explicitados, los sonidos de la calle y los mercados, el murmullo de los árboles al agitarse en la brisa, el canto de los pájaros, las fuentes de agua.

Siguiendo el derrotero biográfico de Domenico Scarlatti, el film de Cozarinsky transcurre en Sevilla (no podía ser de otra manera, filmar allí fue la condición del director para realizarlo[7]), en el lugar donde la composición de la escuela barroca y clásica del italiano se vio influida por la música andaluza, entretejiéndose ambas en estas sonatas de riqueza célebre. Esa juntura musical y vital es la llave de lectura: la herencia clásica del compositor se hiló en su escritura para clave (el teclado, un instrumento muy diferente a la “corpulenta guitarra”, como señala Zacharias) con ritmos y armonías profundamente telúricos. De todas maneras, la potencia terrestre de la música de Scarlatti estaba presente ya en su filiación napolitana: ciudad erigida en conmemoración de una sirena muerta en las orillas del golfo, Parténope; ciudad en la que descollaron las escuelas de castrati durante el siglo XVII y XVIII que desmarcaron la asignación sexual de las voces musicales. Los castrati, según Deleuze, en el plano expresivo sonoro, devinieron niño
Como decíamos antes, el niño mismo tiene que devenir niño. No basta con ser niño para devenir niño, hay que pasar por toda la maestría del colegio o la catedral inglesa. O peor aún, para devenir niño hay que pasar por la operación italiana del castrato.[8]

A la herencia napolitana, vino a sumarse la apropiación de elementos musicales andaluces: jota, fandango, tonadilla, saeta, sevillana, bolero, etc., músicas ctónicas se tocaron con las formas de una escuela musical que ya conocía los límites de la animalidad y lo humano (la infancia). La lectura (la puntuación rítmica y, por supuesto, el montaje) de Cozarinsky está atenta a diferentes momentos históricos que emergen en el plano expresivo sonoro de las sonatas, porque es allí donde la música precipita una voluntad comunitaria.

Los ritmos andaluces de las sonatas de Scarlatti aparecen encarnados explícitamente en la última escena de la película, donde un cantaor callejero (otro cuerpo, otro intérprete) canta una copla a Sevilla y Triana. El hombre está en la calle, lo ilumina una luz muy distinta a la luz que acompaña a Zacharías (donde prevalecen los claroscuros). La escena es urgente, a diferencia de la precisión de las escenas del pianista. Cozarinsky cuenta en una entrevista que esa escena fue filmada “como las circunstancias lo permitieron.” Al colocarla al final del film, pareciera querer destacar el carácter agónico de la música andaluza cuando se asume en la voz del gitano. En ese matiz agonísitico debemos escuchar las sonatas de Scarlatti, y por ello, Cozarinsky monta ambos espacios sonoros: para escuchar la sonata en el registro de una comunidad antigua y al límite (que nace y muere de modo perpetuo). El punctum de la música de Scarlatti está, para Cozarinsky, en esa cualidad vocálica: la agonística[9]. En la ausencia de la voz, esta música canta como un cantaor, dice como un poeta, baila –y he aquí una cuestión muy importante, la danza- como una ninfa andaluza: todos los ritmos sevillanos se precipitan para sostener la falta de la voz. En el desplazamiento del instrumento de teclado (el clave, el piano), aparece el elemento que faltará en la nueva música de la modernidad. 

Esos ritmos (el piano es un instrumento percusivo) mueven los pies de Zacharias, que Cozarinski registra con atención. Al usar el instrumento del siglo XIX por antonomasia, los cruces temporales del film son más abiertos. El piano tuvo un rol importante en la conformación vitales de la ideología burguesa (el salón, la educación sentimental, el virtuoso, la sala de conciertos, el disco): Barthes recupera las composiciones de Schumann como composiciones íntimas e inactuales, en donde se manifiesta una experiencia corporal, en primer término (“Amar a Schumann”, “Rasch”). El piano como un cuerpo, un quasi parlando  -“el movimiento del cuerpo a punto de echar a hablar”[10]- es el instrumento de Zacharias/Cozarinsky.

¿Qué es lo que está a punto de decir el piano? Aquí juegan las figuras lingüísticas.
En su texto “Lejos de Sevilla” (también, compilado en El pase del testigo), Cozarinsky se refiere a los “obscenos festejos” de 1992 que lo alejan de la ciudad del sur de España
Conozco pocos lugares en los que me sienta más a gusto que en Andalucía. Allí cristianos, musulmanes y judíos habían hallado un modus vivendi, seguramente difícil y, como todo arreglo, sin gloria; pero sus frutos fueron espléndidos e innumerables: poesía, arquitectura, música, traducciones, placeres, ciencia.
En 1992 he decidido que estoy de duelo por la destrucción de ese entendimiento, tanto más seductor por su imperfección que la oficina de contratación de Compañía de Indias o los tribunales del Santo Oficio[11].

Cozarinsky habla de un modus vivendi, un cómo vivir juntos cuyo particular rythmós recupera en la sonata scarlattina-andaluza. Siguiendo a Benveniste, Barthes retomaba la idea de rythmós como una manera particular de ritmar el sistema de la lengua en una forma de vida. El rhythmós es el ritmo “que admite un más o un menos, un suplemento, una falta”. De esta manera
Hacer música no es ir a una velocidad metronímica; es ir, si se quiere, de manera regular, ritmada[12], pero con un suplemento o una falta, un atraso, si se quiere, o con una prisa ligera que define el rhythmós[13].

En su doble entrada (telúrica y de salón, podríamos decir; o gitana y clásica: en fin, cualquier par que suponga intensidades diferentes), la sonata de Scarlatti realiza un rubato, un “robo” en sentido literal, un tránsito de “configuraciones no estables… lo contrario mismo de una cadencia tajante, implacable en su regularidad”. El ritmo (en sentido viviente-poético-musical) adquiere, entonces, otro volumen con la noción de rhythmós como forma modificable, “fluimiento o fugitividad del código” dice Barthes, que será ese rubato, el paso hurtado al sistema. De esta manera, la música de Scarlatti recurre a otros acentos y los coloca en una nueva configuración que la afecta a la vez que vuelve a exponer a aquella. (El método de Cozarinsky es similar: realiza una serie a partir de ciertos montajes acentuales.)

Cabe destacar que la comunidad de la España previa a la consolidación de un Estado triunfante, cuyas formas administrativas son la Compañía de Indias o el Santo Oficio, estuvo marcada por una apropiación particular del sistema de la lengua española: la lengua ladina.

La enumeración de los tres sucesos más importantes desde el punto de vista histórico en la península ibérica en 1492 no puede ser más explícita en tanto las relaciones que establecen la lengua y el territorio: la expulsión de judíos y árabes, la llegada a América, y la publicación de la primera gramática de la lengua española vulgar. Durante la España del Barroco, la lengua ladina, en tanto “lengua manchada”, será modelo de censura de un régimen de control cuya presencia fue evidente en las querellas poéticas. Especialmente visible en la deriva gongorina, donde la acusación de judío (como de luterano) estaba siempre a la orden del día.

La fuga poética de Góngora es un evidente sonido, también, de los pliegues de una lengua sometida, a la vez que esquiva, a la mirada estatal: ya fuera para agradar al soberano, ya para –en un gesto de temprana modernidad- entregarse al balbuceo político de la poesía. En la riqueza metafórica del cordobés, en la precisión métrica y la imprecisión metafórica, ocurre un desplazamiento en el cual el significado reclama una auscultación arqueológica que muestre las sucesivas figuras que son y no son lo que nombran.
Mientras ocurría el desplazamiento de la lengua poéticas en el Siglo de Oro, por fuera del sistema estatal del control lingüístico, la lengua ladina se expandía hacia los límites de Europa, África, Medio Oriente y las tierras americanas: ese fue el derrotero de la comunidad sevillana.
Con impronta polemista, Cozarinsky no deja de vindicar que la misma expansión imperial de la lengua hizo triunfante a la lengua española: “No hay un uso inocente. No puedo evitar un reflejo irritado cuando oigo a indigenistas de toda obediencia exponer sus reivindicaciones en castellano”.[14] Algunos años después, en “¿Judío por hablar castellano?”, Cozarinsky retoma el hilo de estas ideas -su deriva hacia Tesalónica en tiempos del V Centenario- y acentúa la perspectiva glotopolítica de ese núcleo incandecente, inestable de la lengua “castellana” y la particular a-filiación de las lenguas de la diáspora
Era la primera vez que oía hablar ladino, una lengua que conocía solamente como referencia literaria. Recordé más tarde que Menéndez Pidal, en los días crepusculares del imperio otomano, había encontrado en Salónica, en Esmirna y en Constantinopla, así como en el Magreb y en rincones dispersos de la América hispana, versiones perdidas en España de los romances más antiguos. Así fue como en mis lejanos años de  estudiante de letras empecé a intuir la vanidad de toda noción de pureza (de lengua, de arte, de raza): gracias a los expulsados de España, había podido conservarse un tesoro cultural de la España anterior a 1492.[15]

Cozarinsky ausculta filológicamente el archivo musical y así recupera uno de los rasgos más revulsivos de la música: la capacidad de expresar (inexpresivamente, según Jankélévitch) algo sobre los cuerpos presentes y ausentes; de allí, su atención a los rezos marianos y los bailes andaluces que en el film aparecen como contrapunto de las melodías, ritmos (principalmente) y armonías de las sonatas de Scarlatti. Las voces que dicen la letanía del Ave María son un ritornello del canto andaluz que se entreteje rítmicamente con la música del teclado y las contorsiones de los cuerpos de las muchachas en la danza. Cozarinsky escucha en la “música villana” de Scarlatti la sonata de la lengua de la diáspora. En la música gitana, hay un resto de la música andalusí cristiana, la música mozárabe que permaneció en “estado latente” en las jarchas que se expandieron por el mundo: esa relación musical y lingüística es la herencia (en tierra aliena) de esta música.



[1] Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, Madrid, Cátedra, 1997, p. 16-17.
[2] Edgardo Cozarinsky, “El violín de Rothschild” en: El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, pp. 83-86.
[3] Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, “Representaciones musicales de las masacres en el siglo XX” en Cómo sucedieron estas cosas, Buenos Aires, Katz Editores, 2014.
[4] Charles Rosen, Formas de sonata, Span Press Universitaria, 1988 (1980), p.25.
[5] Un repaso de la semántica de la idea de un mundo musical armónico puede leerse en el capítulo 3 de Ideas clásica y cristiana de la armonía del mundo de Leo Spitzer.
[6] F.G. Lorca “Teoría y juego del duende” en Prosa, vol. 1 (Obra Completa VI), Madrid, Akal, 1994, p. 333.
[7] Que pertenece a una serie de documentales financiado por el Institut National de l'Audiovisuel en donde los intérpretes comentaban la música que ejecutaban.
[8] G. Deleuze, “El plano de consistencia sonoro” en Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia, Buenos Aires, Cactus, 2010, p. 326.
[9] Walter Ong, “Algunas pscicodinámicas de la oralidad” en Oralidad y escritura, trad. A. Scherp, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 49-51.
[10] Roland Barthes, “Rasch” en Lo obvio y lo obtuso,
[11] Edgardo Cozarinsky, El pase del testigo, p.17
[12] Ama tu ritmo y ritma tus acciones/ bajo su ley, así como tus versos;/ eres un universo de universos/ y tu alma una fuente de canciones.// La celeste unidad que presupones/ hará brotar en ti mundos diversos,/ y al resonar tus números dispersos/ pitagoriza en tus constelaciones. (Rubén Darío)
[13] … un idios: lo que no entra en la estructura, o entraría por la fuerza” (Barthes, R. Cómo vivir juntos p. 81).
[14] El pase del testigo… p. 18
[15] Edgardo Cozarinsky, Blues, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, p.61.

4 comentarios:

J la Rata dijo...

Hola Diego, estuve presente cuando leíste esto y creo no haberte felicitado. Es difícil que una lectura de un cuerpo textual, sonoro y audiovisual perfectamente desconocido, resulte tan interesante. Me retiré con un papelito en el que anoté para googlear "scarlatti". Papelito cuyo fin es incierto, pero por suerte google me botoneó que habías posteado esto.

Por otro lado, también te quería felicitar por el uso paralelo (o dialéctico, mejor) de lo leído con la proyección.

saludos

Diego dijo...

Gracias, Ariel. Me reconfortan mucho tus palabras. Me alegra que te hayan motivado a buscar tanto a Scarlatti como al film de Cozarinsky. Además, como había tenido que leer medio a los gritos, pensé que la exposición había quedado muy pobre...
Aprovecho para agradecerte la compañía y el apoyo en algunas oscuras sesiones a principio de este año.

Unknown dijo...

Gracias, Diego. Nunca pensé que este trabajo mío, modesto y querido, pudiese despertar palabras que llevan tan lejos.

Diego dijo...

Gracias por leer, querido Edgardo. Sólo seguí el hilo de algunos de tus extraordinarios textos.