30.10.16

Imaginación sevillana

Estoy solo en casa. Hace tiempo que no veo a mis amigos. Estoy escuchando –con muy mal sonido, como hace veinte años o más- un disco, no importa de quién, podría ser el disco de Franco Fagioli, contratenor tucumano, dedicado a arias de óperas rossinianas. Hace poco, entregué un texto sobre la ópera castrata, aquella ópera popular que predijo el mundo del espectáculo y las estrellas internacionales, a la vez que puso en escena a un puñado de cantantes desesperados, hijos de la tierra, en la composición musical. Podría ser ese disco, dedicado al Cisne de Pesaro, uno de los últimos operistas que escribieron para aquella voz, “el tercer sexo”. También, podría ser un disco de Bill Evans, en el que cada nota parece inevitable, verdadera y se detiene ante lo imprevisto y lo asume como inevitable. O podría ser un disco de flamenco, grabado en 1971, que presenta a los nuevos cantantes de Jerez de la Frontera. Cualquiera de esos discos se me presenta pleno de imágenes, de sensaciones y de dobleces sobre los que apenas soy capaz de resistirme. Quisiera ir al sur de España a ver los toros, aun interrogado por el sentir de mi generación, para la que la condena hacia la crueldad para con los animales es constitutiva. Pero yo no sé si en esa fiesta taurina, en esa emoción de turistas - el mayor emblema taurino (el toro de Osborne) es una marca comercial- no permanece cierta ofrenda, como aquella que realizaban “los griegos”, que irritaba a Unamuno, a la vez que lo tentaba a considerarla como la forma ortodoxa de las artes. Por no hablar del candor lorquiano, Picasso, Dalí, amantes del ritmo y la pintura taurinas. Sin embargo, han pasado tantos años. Vamos a dejar de hablar de esto, por ahora.

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