26.12.16

Las imágenes no descansan

Ayer, el embajador de Rusia en Turquía fue asesinado de varios balazos. Las balas que le dieron muerte a Andrei Karlov partieron del arma de Mevlut Mert Altintas, quien era el guardaespaldas asignado del muerto. Antes de enterarme del hecho, vi las imágenes del asesino levantando su arma con el brazo derecho extendido: un hombre flaco y alto, vestido de pantalón y saco negros, camisa blanca y corbata negra también; a su lado, desplomado el cuerpo muerto de la víctima. Estaban en la sala de una galería artística. Las paredes blancas y las fotografías daban a la escena un marco internacional, la imagen podía estar ocurriendo en cualquier parte del mundo. Primero vi las bromas, las inevitables referencias a dos películas de Quentin Tarantino (Reservoir Dogs y Pulp Fiction). Era, efectivamente, una imagen tan cinematográfica que pensé que se trataba de algo así como una performance. Hasta que leí una referencia a la Tercera Guerra Mundial. Entonces entendí que la imagen podía ser “real”. Es decir que no se trataba de una representación, sino del asesinato del embajador ruso en Turquía.

Este atentado tuvo las marcas de un atentado del siglo 20 (el siglo de la pasión por lo Real, según Badiou): la cercanía y la proclama. De hecho, algunos apresurados se tentaron a relacionarlo con el asesinato del Archiduque Franz Ferdinand a manos del activista bosnio Gavrilo Princip. Pero la relación era pobre y equivocada (o al menos, poco explicativa). El “orden” geopolítico detrás del acontecimiento es muy diferente al del tambaleante Imperio Austro Húngaro. Por lo que esa relación fue más provocada por el drama escénico que estos dos hombres ponían en juego que por la correlación entre ambos hechos. Recuerdo, en este sentido, un momento de la extraordinaria novela El absoluto de Daniel Guebel, en el que un no-conspirador le explica a Esaú Deliuskin este juego de piezas que participan de una partida en la que no importan las vidas humanas que la encarnan, sino que lo que vale es que el acontecimiento en sí. No importa quiénes eran los protagonistas, los hombres, sino la lógica de desarrollo que los mueve.

El primer plano del rostro del embajador ruso, al ser alcanzado por las balas, al momento de morir, es un rostro constreñido por lo que podría ser un cólico, un espasmo. Un suceso cotidiano, un  dolor más. (Nunca había visto, que no fueran en films, el primer plano de un hombre que va a morir al ser alcanzado por aquello que le dará la muerte.) El periodista Ezequiel Kopel hizo referencia al asesinato de Indrah Gandi, a manos de, también, un custodio, despojando a la escena de especulaciones belicistas a la manera de 1914. El desastre no ha terminado de suceder, la guerra está desatada.

A la vez del marco político, del desastre sirio, esta escena vino a constituirse en una figura. ¿Hay figuras –es decir, cierta supervivencia- en este desastre de regímenes vigilantes?

El magnicida con su brazo extendido apuntando al cielo, la imagen exacta de una fotografía que tomaba las líneas de fuga de su vestimenta frente al cuerpo del embajador muerto, sometido por la fuerza de la gravedad sin un solo rastro dinámico, componía un diagrama de lo alto y lo bajo, de las fuerzas celestiales y las terrestres. Arriba y abajo. La aspiración celeste y la tumba. Las imágenes tienen vida, no descansan. Esta fotografía traía consigo una carga de correspondencias que están latentes hasta que se polarizan –es decir, ocurre un tránsito entre una imagen y otra- en nuestra percepción. Creo que en este caso, no se trata de las burdas escenas montadas por el ISIS (ese Estado sin Territorio), sino de una verdad que se desprende de las fuerzas que constituyen la imagen. Como el monte cusqueño que es figura del manto virginal o las innumerables mater dolorosa que abundan en el cine. En este caso, el asesinato no quería ser una obra de arte, pero que haya ocurrido en una galería de arte es particularmente perturbador. Se ha hablado tantas veces sobre el punctum de la fotografía, el toque y el disparo. Aquí los disparos fueron ciertos, y el asesino (lo sabíamos mientras mirábamos el video, lo sabía él) será alcanzado, también, por los disparos que pondrán fin a su vida. “No se olviden de Aleppo”, gritaba mientras esperaba ser abatido.

Aleppo es la ciudad de las mil y una historias, la ciudad de Sherezade, una ciudad milenaria, transitada por años de civilización y relatos. Ahora es sometida a una violencia desgarradora que ha fritado su vida y es sometida a un régimen muy violento e incomprensible para quienes la amábamos (por lo que hemos leído de ella).

Aleppo es la ciudad donde nació Emile Benveniste. Y Benveniste es quien construyó una teoría de la lengua que amalgamaba la vida y el lenguaje. Benveniste escribió la idea de rythmós que desarrollaría Roland Barthes en el seminario que conoceríamos bajo el nombre Cómo vivir juntos. El idiorritmo, el paso furtivo que constituye la música y la vida: el movimiento de los vestidos, el brillo de los drapeados. El ritmo que nos constituye en una serie y puede a la vez que integrarnos en la diferencia. Benveniste decía que la articulación del “sistema de la lengua” se producía, digamos, al momento de poder llenar (encarnar) el deíctico yo, pero ese deíctico, que pronunciamos y nos constituye, nos permite ingresar a la lengua, es imposible sin la imagen del , sin la constitución del otro. ¿Cómo vivir juntos?

La imagen –a esta altura, la figura: cargada de sentido- del asesino del embajador ruso componía un ritmo que, de casualidad, realmente, se polarizó con un cuadro de Marc Chagall (El paseo, 1917). Ahí estaba, el matrimonio del Cielo y la Tierra, la encarnación amorosa de un anhelo trascendente que se asentaba en la tierra, en la pintura de Chagall. La naturaleza muerta a un costado. Ahora, esa figura sonriente apareció en la fotografía del asesino, el mismo movimiento, la misma línea, el rostro furioso, la naturaleza muerta. Todo es diferente, lo sé. Pero las imágenes viven por sí mismas. La vestimenta “tarantinesca”, Aleppo, la galería de arte, Rusia, Turquía, Siria. Pueden haber pocas cosas tan lejanas como el anhelo de Chagall de una felicidad cotidiana y trascendente y la furia asesina; pero las imágenes no descansan, aun en su quiebre, se componen y brillan como un relámpago de sentido.


Abel Ferrara hizo algo parecido al final de su Pasolini: a la muerte dolorísima del poeta le yuxtapuso Una voce poco fa, el aria del Rosina, cantada por Maria Callas. Al aria risueña de una muchacha atravesada por las sugerencias del deseo –la ópera buffa era algo así-, aun cuando Callas haya sido Medea en la filmografía de Pasolini, le opuso la muerte del amadísimo poeta. Una voz, hace poco, frente a una imagen que aparece como una pesadilla, en el registro vital de nuestras sensaciones. Tal vez, desesperados queremos unir las piezas rotas.
Pronunciar alguna vez aquello que pueda, ojalá, comenzar a liberarnos hoy.

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