3.6.17

Karl Vossler y yo

- A ver, ¿cómo lo digo?

En una reunión de especialistas en literatura, en la cual se habló de ecdótica y las ninfas de Warburg; de las filosofías de la praxis en poetas como Vallejo y Pasolini; de los meandros de la traducción galesa de la Materia de Bretaña en la Edad Media (alta y baja) y las transferencias culturales; de la transmisión y las apariciones fantasmales en las rutas de la oralidad, etc., etc.: en ese estimulante espacio (todos estábamos cansados, todos estábamos entusiasmados), presenté mi propuesta –ni siquiera podría llamarse una ponencia- de lectura  de la obra poética de Juan Rodolfo Wilcock: el poeta “argentino” que escribió en italiano y español, que integró (de manera polémica, digamos) el grupo Sur y que filmó como Caifás en el Evangelio según Pablo de Pasolini (“la historia de la Pasión –dirá Pasolini en otro film, La ricota- es la historia más sublime jamás contada”), que realizó la tarea del traductor durante toda su vida, y que escribió en italiano una poesía extraordinaria que culminó en el Italienisches Liederbuch de 1974. Cuando leí, hace ya más de quince años, los poemas que integraban ese último libro, sentí un entusiasmo que aun hoy no cesa; y, básicamente por eso, decidí estudiarlo en el (inusual y extraordinario) grupo de investigación académico del que formo parte.

Hay un misterio, un misterio lírico, diría, en la poesía de Wilcock. Tratándose de lírica, creo que la aparición de asuntos políticos y comunitarios (aun siendo la comunidad una gran negada en la obra de Wilcock) no pueden ser dejados de lado. Al contrario, creo que es en ellos donde más resuenan y se acumulan en un palimpsesto sonoro. Y que lleva a pensar en las evidentes diferencias entre la obra realizada en la Argentina y en italiano por el poeta.
En el poema “La parola morte”, entre relámpagos wittgenstenianos y heideggerianos sobre la vida y la lengua, hay nociones que remiten indudablemente a posiciones propias de Benveniste (el lingüista nacido en Aleppo, la ciudad de Sherezade, en el centro de la catástrofe hoy en día), que Agamben retomaba en Infancia e historia (también hubo críticas, de corte estructuralista –“hemos realizado un rastreo cibernético sobre textos académicos, y es uno de los filósofos más citados”) como textuales y hasta éticos sobre el filósofo italiano-, postulados que, difícilmente, Wilcock podría haber leído (esto es para investigar, justamente): y allí, en ese libro, que es una poética, Wilcock habla de “eras enteras que descansan sobre las últimas/ huellas de vida en este planeta” (traducción de Guillermo Piro); en otro momento, se refiere al “microfilm del texto”; en este libro, muy conceptual y cruel (es el Wilcock italiano el que escribe), hay una idea de movimiento, para cada palabra, aun sea para devenir entropía, el descanso eterno del escándalo de la vida, hay cosas de auténtica imaginación a la fantascienza, prevalecen las figuras del movimiento (mareas, trapecistas, combinaciones).

Entonces, cuando uno se plantea el paso de la poesía de Wilcock (atravesado por libros enteros dedicados a las formas de vida), no puede más que preguntarse por el estatuto de las figuras (líricas) que habitan los “lugares comunes” (Luoghi comune se llama su primer libro de poesía en italiano) entre la producción española y la italiana. ¿Quién habla, quién canta, quién escribe en esos peomas?, también, sugestivamente, hay una resonancia entre su primer libro de poesía Libro de poemas y canciones (1940) y el último Italienisches Liederbuch de 1974, donde además de la referencia a un ciclo de lieder de Hugo Wolf –otra vez está planteado el tema de la voz y la música-, hay un juego con las múltiples lenguas que se suceden, como en Roma, en la poesía. Esas figuras atraviesan –trasnformadas, traducidas, transferidas, transfiguradas- el ciclo de poesías de Wilcock.

Al llegar a este punto, recordé, porque también (mejor dicho, fue un centro de discusión interesantísimo en toda la tarde) se había estado discutiendo el “estatuto” y el método que definiera lo propiamente filológico para poder hablar de un "giro filológico” en los estudios literarios, recordé el nombre de Karl Vossler, quien en un viejísimo libro (Formas poéticas de los pueblos románicos) que compilaba artículo escritor por el insigne filólogo idealista y que yo había leído muy encantado por su teoría que ubica a la ópera como una transformación de los misterios y representaciones sacras de la Cristiandad cuando reaparecen (y colapsan en las) figuras propias de la antigüedad clásica, particularmente, por supuesto, la ninfa Euridice y el tracio Orfeo: transformaciones que pueden ser interrogadas en el ámbito de la lírica (atender al rumor de sus articulaciones).

La mención de Vossler provocó la intervención de una persona brillante (como escritor, docente, investigador), que no puede menos que atender, para señalar cierta tranquilidad, apoyándose en una mención acrítica del maestro alemán, que dejaría, sin más, de lado los problemas que las investigaciones de Vossler suponen. En este caso, sería casi un namedroping, dejar caer un nombre sin mayores ideas que una aproximación general, incapaz de reponer las discusiones que éste supone (ser una doña, digamos).

- Nombramos a Vossler y nos quedamos tranquilos: es cómodo.

No es mi caso. Nombrar a Vossler no me resulta cómodo, ni me tranquiliza. Si llegué a Vossler fue porque –como Spitzer, su discípulo- no era un filólogo “sordo” y su teoría del origen de la ópera es tan literaria que me resultó irresistible. Yo no puedo seguir los rastros de las figuras con la erudición de alguien como Vossler (ni Auberbach, ni Spitzer, etc.), no tengo una formación de esas características. Mi filiación es otra. Y esta es una palabra vital en este contexto "filológico". 

Leí y estudié a Auberbach en el marco del grupo de investigación que dirige Daniel Link, y lo leí a partir de su noción de “Literatura mundial”, que es una propuesta de desafiliación, producto del desastre de la guerra, del devenir vital de estos investigadores, de su contexto de formación y transmisión para asumir a la Tierra (das Erde, la Tierra de las canciones de Mahler) como “la patria filológica”: asumir la vida (la filiación, casi entendida como biopolítica), para abrirse a la Tierra (la afiliación, la praxis, las formas de vida), y, en este movimiento, leer críticamente en una posición que dé cuenta de los lugares de enunciación, de la inserción polémica (por eso agradezco la intervención). Mi incomodidad con Vossler es de esta calaña: llegué a él a través de un movimiento de desafiliación que me obliga a interrogar constantemente mis límites, mi (de)formación. En un punto, tal vez, me resulte imposible terminar de reponer la cultura mandarinesca de estos filólogos –que, insisto, poseían un excelente oído musical-, pero intento hacerlo a través de camino oblícuos (Roberto Calasso, entre otros, por ejemplo, en el caso de Wilcock; y mis amigos investigadores, poetas, escritores), ya que mi filiación es otra: los barrios pobres del GBA, las vidas de las clases medias bajas, las amistades desesperadas de la primera juventud, los estadios de fútbol, las pequeñas iglesias (aun me sorprende reconocer en cierta obras de Schubert, por ejemplo, el armado melódico y armónico de viejos himnos de iglesias protestantes que canté por ahí).

Nada fácil, ni cómodo, me resulta Vossler. Pero creo que mi (im)posibilidad crítica, mi escritura, también, se juegan ahí, en ese lugar incómodo que no pienso abandonar. Porque ya no puedo, ni quiero, dejar de leer y bailar.


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