Apuntes de invierno I: Filología s
Hay algo del discurso sobre la música
“clásica” que supone o da lugar a cierta afectación, una condición de
enunciación que se supone estaría acorde con, por ejemplo, los pasillos del
Teatro Colón: mimética, digamos, con las volutas del terciopelo y los ángeles
musicales que coronan sus testas aurales. Frente a estas maneras malamente
anacrónicas y fantasiosas, prefiero las apreciaciones como las de Rafael
Spregelburd para quien el Teatro es “una cruel arquitectura” que impone cierta
(y deseada para mí, en ocasiones) formalidad, pero no hay que exagerar. Tengo
abono de ópera en una ubicación espantosa, así que sé perfectamente que la
arquitectura del Teatro en esos laterales y en esas alturas: endemoniadamente
cruel e incómoda. Suelo terminar las funciones con dolores de cuello y un poco
intoxicado por los perfumes de mis compañeras de asiento. En general, estos
dobleces dolorosos de mi cuerpo son recompensados con interpretaciones
preciosas que hacen que, literalmente, valga la pena haber estado ahí. Las
mejores ubicaciones, un poco más caras que mi espantajo de abono, las disfruto
en el ciclo del Colón Contemporáneo, en el que, sin entregarse plenamente a la
experimentación del teatro musical del CETC, se sacude del polvo del llamado
“repertorio” –aunque hay algo de lo consagrado en los artistas que se
programan- para presentar obras cuya contemporaneidad es completamente vital y
necesaria.
Más allá de que ciertas obras del repertorio sean todavía
obras abiertas que dialogan con nuestras vidas, que sean necesarias para
conocer el pasado (y el presente) de la música, la idea misma de un puñado de
títulos cristalizados que se repiten durante los últimos ciento diez, ciento
veinte años, tiene algo de asfixiante. Aquella afectación es el resto de la
gestualidad burguesa (o lo que se supone que debería ser un gesto adecuado)
propia de estas casas musicales.
De todas maneras, en la “liturgia” del teatro de ópera,
hay posibilidades de reconocer la diferencia, como pretendía Sergio Pitol. La única vez que pude estar en
otro teatro del mundo (el Metropolitan Opera House de NY), lo comprobé. En los
movimientos hipercodificados del ingreso, los intervalos, la vestimenta, los
aplausos y los silencios, en esa suerte de diagrama antropológico de
movimientos que acompaña la representación de una ópera, uno puede conocer
algunos elementos de la idiosincrasia del lugar en donde se encuentra, por lo
menos de cierta clase social. Un espacio colectivo. También, hay un resto en todo esto que insiste en
la noche de la ópera y, también, el concierto (o la función): la necesidad de
recuperar una posibilidad de escucha nueva, comunitaria. Digo, sí, recuperar algo nuevo. Parafraseando
a Prohudond, una praxis que recupere elementos comunitarios de la
música y sus “protestas” visionarias: un realismo (“realismo”) que trascienda
las maneras cerradas del capitalismo para enfrentarse a la realidad viviente de
un Stabat en una iglesia, un Dies Irae en una misa de difuntos, etc.
Un arte de la fuga.
Durante cuatro noches pude escuchar (en el marco de
una Escuela de invierno, organizada por el CETC y la Fundación Williams) tres
conferencias sobre la ópera y su actualidad, y una función extraordinaria. Como
me enteré tarde de la propuesta, no pude (no creo que hubiera calificado) ser
parte del alumnado/artistas que recibieron una beca para cursar durante una
semana con especialistas, músicos y artistas para pensar, estudiar y proyectar
experiencias sobre la ópera, pero pude escuchar tres conferencias magistrales
de parte de Alejandro Tantanian, Fernando Fiszbein y (mi admiradísimo) Oscar
Strasnoy. También, fui a una función del ciclo del Colón Contemporáneo que
llamo extraordinaria porque extraordinaria fue la interpretación, la
programación y la música que pudimos escuchar en una verdadera "noche en la
ópera" llena de aventuras musicales.
Estos encuentros fueron muy estimulantes y me sirvieron para pensar (una vez más) sobre la música y la poesía.
Hay muchas cosas para decir: una de las primeras es que
encuentro, por lo menos entre los expositores (Tantanian, Fiszbein, Strasnoy) una voluntad clarísima por trascender el “repertorio” (trascender implica un reconocimiento, claro) y que la música
contemporánea es prácticamente, a esta altura, un estilo más de música en el
largo devenir del arte de los sonidos: los compositores actuales quieren
recuperar y renovar una música poética, una música del hacer y la vida,
representativa y esquiva en una relación cambiante, tensa y contradictoria con la literatura. Ni Strasnoy ni Fiszbein son afectados por otro afecto
que no sea el musical (y el poético). Aventuro, también, que prevalece menos
una idea de tradición que una noción fuerte de archivo y una aproximación a ese
archivo que, en cierta manera, puede pensarse deudora de la tradición
filológica. Por supuesto que uno debería considerar cierto desvío entre la filología de la literatura y la musical (lo
salvamos, por ahora, con el desplazamiento de la desinencia
del plural, sonido significante), aunque también hay un campo de atracciones -precisamente a través de las figuras retóricas y discursivas- intenso entre la palabra (la mímesis, la representación) y el sonido musical.
Las notas que siguen intentarán compartir algunos
apuntes, impresiones y especulaciones sobre el gran teatro del mundo y sus
figuras musicales y poéticas.
Para Strasnoy, Kurtág es el claro ejemplo de un compositor filólogo, en el que cada sonido de su obra está cargado de figuras. El gran Marino Formenti (quien realizó un hermoso concierto y velada en el escenario del Teatro) editó un disco llamado Fantasmas de Kurtag en el que recorre el archivo musical del húngaro.
Próximas entradas:
Tantanian y las
óperas imposibles
Fernando Fiszbein:
Rousseau y los perros de Trotsky
Lutoslawsky-Adez-Berio
Oscar Strasnoy. Ópera, ideograma y filología
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