29.4.15

Diario del Colón (2015) II - Los fragmentos solares (Werther, 19 de abril)

¡Cuántos signos!

Antes de la función de Werther en el Colón, acompañamos a mi hijo a un torneo de ajedrez que se realizaba en la ex ESMA. Era la primera vez que yo entraba al siniestro predio. Me impacto su parecido a lugares de arquitectura estatal como algunas partes de Agronomía o el Hospital Rawson, salvo ciertas esquinas donde la humedad y el silencio se entornaban (pero que podía reconocer de esos otros espacios). De todas maneras, lo habitual (insisto sobre la idea de siniestro) dejaba paso a cierta tranquilidad emotiva.
Tenía poco tiempo; pude ver la primera partida que jugó mi hijo y que perdió contra un señor de unos cincuenta años, que siempre se mostró muy atento y cortés. Lo cierto es que, quien juega ajedrez más o menos seriamente no se dejará ganar, menos por un niño, y siempre buscará realizar la mejor jugada. Dudé en irme al teatro, el torneo recién comenzaba, y estaba lejos; pero me convencieron de que me fuera.

Viajé en el 29 hasta el centro. Una hora de viaje para pensar en el juego de ajedrez como estructura (estaba preparando una clase para un primer año de un profesorado de educación inicial) y la ilustración saussuriana del sistema de la lengua como una partida de ajedrez.

En el teatro del domingo al mediodía me esperaban no menos signos que en la ESMA. Mi cuerpo realizó otra resonancia ante el sonido de la orquesta afinando. La tarde soleada del domingo se plegaba oscura en unos poco arabescos que permitían las ventanas. Era como si el teatro, con su voluptuosidad italiana-estatal me devorara lentamente, a medida que subia los pisos que me llevaban a mi ubicación.

Me senté nervioso. En general, el lateral del teatro no es muy cómodo. Además, hay una crispación en los asistentes: desplantes a las ubicadoras, peleas entre los espectadores. Me parece que el teatro hace silencio, miro y enfrente de mí descubro una ventana que refleja un sol otoñal, a pesar del calor insistente en pleno abril. Un amigo geólogo nos explicó que el clima puede cambiar, que hay períodos más calurosos que otros, que la actividad volcánica, la atmósfera, cientos de variables pueden terminar influyendo sobre las condiciones climáticas; desde su perspectiva geológica, la contaminación o el desarrollo industrial no es ponderable. No es que acuerde con el rabioso positivismo, pero a veces ciertas profecías milenaristas pueden aburrir, y una perspectiva tan a largo plazo puede generar cierta distancia que nos permite pensar que nuestra vida es mínima  y delicada. Mientras pensaba en estas cuestiones, vi que José Emilio (Gastón) Burucúa estaba sentado unos asientos al costado de donde yo estaba ubicado.

Werther, de Jules Massenet, es una lectura operística francesa de la novela de Goethe. Es decir, todo queda, finalmente, afrancesado y operístico, en el sentido más banal de los términos. La obra es muy lírica con un tercer acto maravilloso, a partir del cual, evidentemente, el compositor trazó la obra (siguiendo un modelo verdiano a la Traviatta). Los ejes dramático están bien claros: amor filial y descomposición por el deseo. La puesta de Hugo De Ana (¡al menos, una idea!, después del desastre de Elektra) trabajó la noción burguesa de interior doméstico y exposición pública, a partir de unas paredes que, como marcos, mostraban el afuera y el interior. La triangulación edípica es clara. Albert (el gran Hernán Iturralde, barítono) es severo y solemne; Charlote, en la versión de Massenet, incita el juego de seducción de manera menos reticente que en la novela; Wether es Werther: un don Juan al revés, incapaz de separarse de su objeto de deseo, del fantasma y el cuerpo que lo porta. Mickael Spadaccini compuso un Werther, actoralmente, un poco paródico en sus movimientos dramáticos y desmesura; pero muy abierto vocalmente. Como yo estaba ubicado en un lateral, cada tanto no podía evitar la tentación de mirar hacia el frente, que era ver el instersticio de luz solar y la vertical de los espectadores, y así podía comprobar que la voz de Spadaccini llenaba la sala.

Werther (con su primer acto continuo, sin arias claras, y un tercer acto muy lindo, pero algo fuera de moda) comienza y cierra con un coro de niños: esas voces blancas, educadísimas en el límite de lo humano; chicos que no hace tanto tiempo (pero ese tiempo no es mensurable) dejaron la ecolalia, la voz ingenua de la Tierra (la de los grillos) para entrar a la lengua, y fueron educados para cantar con severidad. Yo estaba fascinado, emocionado por esos coros que murmuran alrededor de una aventura amorosa libresca.

Jaquelina Livieri compuso una Sophie que, a pesar de que su timbre de voz no fuera, en principio, mi preferido, me motivó: en la armonía, caprichosa, que se construía entre la luz menguante del sol y las voces del coro de niños, una resonancia que me contagió de la espléndida alegría de encontrar una voz que nos toca, recuperando aquel antiguo sentido táctil de la escucha.

Durante el viaje en colectivo a casa, un chico y una chica comentaban la ópera, mientras escuchaban en el teléfono algunos fragmentos a todo volúmen (volvé, Teddy...). Estos compañeros de ruta comentaban que los integrantes de coros de niños casi nunca llegan a ser "cantantes importantes", como si integrar un coro de niños ya fuera su ofrenda a la música, Mimados "creídos", y exigidos, finalmente, caen en el exceso y el olvido. No lo sé. Puede ser. Pienso en la moda de los castrati, los niños consagrados al esplendor musical.

"Lo que resuena en mí es lo que aprendo con mi cuerpo" escribió Roland Barthes a propósito de la RESONANCIA como una figura amorosa ("Modo fundamental de la subjetividad amorosa: una palabra, una imagen resuenan dolorosamente en la conciencia afectiva del sujeto.") en Fragmentos de un discurso amoroso. Por supuesto, jamás menciona esta ópera, cuyas virtudes son pocas.

En el diseño de unos signos trazados por un campo de violencia estatal, un recorrido citadino (de Nuñez al Teatro), un rayo de luz solar, y la mano de mi hijo moviendo las piezas de ajedrez, me encontré emocionado por la escena final de Werther. ¡Golpe de teatro, signos (mi parte insegura)!

Mi hijo jugó, finalmente, (oh, número) siete partidas.

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Werther - Ópera en cuatro actos (1892)

Música de Jules Massenet
Libreto de Édouard Blau, Paul Milliet y Georges Hartmann, basado en Las penas del joven Werther, de Johann Wolfgang Goethe

Dirección musical: Ira Levin

Dirección de escena: Hugo De Ana

Werther: Mickael Spadaccini
Charlotte: Anna Caterina Antonacci
Sophie: Jaquelina Livieri
Albert: Hernán Iturralde
Bailli: Alexander Vassiliev

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