9.7.15

Notas sobre "Domenico Scarlatti en Sevilla" (1990) de Edgardo Cozarinsky



Son tantas las cosas que me conmueven de este film precioso, que no sé por dónde empezar a contarlas. Pero hay una técnica de lo narrado, así que puedo encontrar la afinación que hace resonar mi cuerpo ante estas imágenes y sonidos. Como bien dirá Cozarinsky (frase ya célebre) en El rufián moldavo: “Los cuentos no se inventan, se heredan”. Y en el entramado de luz y sonido de este film, encuentro que heredé una historia.

Podría empezar por Sevilla, tierra imaginaria, que sólo conozco por los poemas de García Lorca y los deslumbrados comentarios de quienes han viajado allí. Ciudad de Andalucía, donde la sangre, el sol, la felicidad y un occidente tocado por oriente se deslizan hacia el mar. ¡Viva Sevilla!
Tierra mora, cristiana y judía. El cante jondo, el flamenco: he aquí un sonido que me convoca. Un amigo muy querido, Mariano Lambertucci, durante mucho tiempo tocó flamenco. Escuchábamos a Camarón de la Isla y las bandas de aquello que se conoció como flamenco pop, estilo que explotara a mediados de los ’80, para implosionar, finalmente, aplastado por la heroína y un lento andar epígonal. Escuchábamos flamenco, las guitarras tensas, los ritmos corporales, los latidos de los pies y las manos escandiendo las palabras, y la laringe queriendo tocar la tierra. En mi adolescencia, todo eso dejó un campo minado de imágenes sonoras.

Como una mayólica, la música de Scarlatti, que Cozarinsky pone en escena, está tocada por la música flamenca, pero Scarlatti proviende de otro sur, el napolitano, la costa donde se tocan Orfeo y las sirenas. La influencia de la música del sur de España en la obra de Scarlatti es conocida: jota, fandango, tonadilla, saeta, sevillana, bolero, etc. se entraman en las piezas para clave del compositor, dotándolas de una vitalidad que las ha hecho merecidamente memorables. Cozarinsky lee este tesoro musical en clave política, como uno de los últimos archivos disponibles de la convivencia entre cristianos, árabes y judíos en la península española.

En El pase del testigo, Cozarinsky escribió:
1992. En este año de festejos obscenos mis pasos no se dirigen a Sevilla sino a Salónica.
Conozco pocos lugares en los que me sienta más a gusto que en Andalucía. Allí cristianos, musulmanes y judíos habían hallado un modus vivendi, seguramente difícil y, como todo arreglo, sin gloria; pero sus frutos fueron espléndidos e innumerables: poesía, arquietectura, música, traducciones, placeres, ciencia.
En 1992 he decidido que estoy de duelo por la destrucción de ese entendimiento, tanto más seductor por su imperfección…
La extraordinaria gracia de Christian Zacharias, un importante pianista y director de orquesta alemán (que en el film habla en francés, haciendo honor al juego de cruces que propone), es otro logro de Cozarinsky como director.

Por supuesto, en este ensayo fílmico está presente la cuestión del Quinto Centenario (ah, los años ’90, nuestro fin de siglo). Aquí se celebra el deslumbramiento de Colón frente a los dominicanos del demonio que encontrara en su errar.

El error –el paso furtivo- que fundó el descentramiento característico de América, la vocación barroca (su llamado). América será Scarlatti en Sevilla: un desplazamiento y una armonía otra. España como un agonizante jardín de las Hespérides llevada por los vientos alisios y las carabelas a germinar en el norte de África, en América Latina. La diáspora y la compañera del Imperio: lo que resta en la lengua de una forma de vida hecha de convivencia en la Sevilla anterior a 1492, cuyas esquirlas laten en las sonatas de Scarlatti (la sonata de nuestra lengua materna).

La vocación política de la música tentó al menos dos veces a Cozarinsky. En El violín de Rotschild (1996) explora, también, la relación de la música con la política, pero esa vez lo hace a partir de la oscura encarnación stalinista, a partir de la figura de Shostakovich. Allí, una pequeña ópera es archivo del asfixiante régimen soviético, además de transporte de un cuento de Chejov y una historia judía. La lengua es compañera del Imperio, escribió con implacable sincronía Nebraja: frase inteligente y, por supuesto, contradictoria: el Imperio lleva la expansión y el don babélico se nutre de la expansión, de las armonías fuertes.

Roland Barthes imaginaba una música novelesca, una suerte de ópera aristocrática y popular. Seguramente, habría disfrutado de este Scarlatti, deambulando por las plazas de toros, los pianos bien afinados, los templos ladinos, los ecos de las letanías de la Misa: un continuo en el que la música asume diversas formas.

Con motivo de El violín de Rotschild, Cozarinsky citó a Shostakovich: “Tanta gente fue matada en nuestro país y nadie sabe dónde están enterrados. ¿Quién podrá erigir un monumento a su memoria? Sólo la música puede hacerlo.” En Scarlatti a Séville, Cozarinsky pareciera decir (en francés, en español, en yddish, en ladino): “Tanta gente ha sido feliz en esta tierra y nadie sabe qué ha sido de ellos. ¿Quién podría erigir un monumento a su memoria? Sólo la música puede hacerlo”.

Por eso comencé con mi biografía, que no importa, sino porque se pierde en acordes antiguos y nuevos como la música de Scarlatti, que uno ni sospecha que los lleva en la sangre y la lengua. Una historia robada (en rubato) de tradiciones muy antiguas.

Por supuesto, la alternancia entre los rezos marianos y las muchachas andaluzas es precisa.

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