Festival musical de verano - Diario del Colón 2016 - I
La primera vez que viajé fuera del país en avión fue hace muy poco. Durante las (interminables) 12 horas de vuelo hacia el norte, comprendí, aun en las velocísimas relaciones actuales (doce horas para atravezar todo el continente americano de punta a punta), que modifican nuestra percepción del mundo a través de metáforas, ya viejas, como "globalización", aun en ese marco de inmediatez, entendí lo lejos que queda Argentina del resto del mundo. De hecho, no sé si la expresión "resto del mundo" sea muy significativa en otros países, pero durante mi niñez fue bastante usada: Argentina vs. Resto del mundo era un evento deportivo más o menos habitual; en el fútbol, por supuesto, pero también en otros deportes y ámbitos*.
No debería dejar de mencionar que mi niñez (no digo infancia, concepto que con niñez, me parece, mantiene una relación similar a las que mantienen realidad y real, por ejemplo) trancurrió durante plena dictadura militar, uno de los sucesos históricos más traumáticos que atravesó el país; deriva de una tensión clasista llevada al extremo; alucinada y bestialmente cruel que se apoyó en todos los puntos oscuros de la sociedad como pilares. En fin, no necesito yo extenderme en eso, porque no sabría como pulsar sus cuerdas más delicadas. Recuerdo, en este sentido, a Oscar del Barco y su texto "No matarás" y recomiendo enfáticamente la lectura del libro Memorias fotográficas. Imagen y dictadura en la fotografía argentina contemporánea de Natalia Fortuny que explora el hueso duro de esa memoria/ imagen reciente, inscripta en cuerpos y fotografías (tocadas por momentos diferidos).
Quiero decir que si mi niñez transcurrió (feliz, despreocupada) en aquellos años, y tal vez eso explicaría este "Argentina contra el Resto del mundo" (la visita de la Administración Carter, el Mundial '78, etc.) tan recurrente.
Sea como sea, Argentina está muy lejos del "resto del mundo" aun de sus países limítrofes, y el vuelo interminable, a 10000 metros de altura, más largo que una noche, en una máquina de transporte de varias toneladas se hace objetivamente muy largo. No viajó tanto ninguno de mis héroes finiseculares, ni Mahler cuando fue a dirigir a la Ópera de Nueva York, ni Debussy cuando fue a Moscú. No me comparo con esto genios, sino que me impresiona la cantidad de kilómetros que recorrí en una sola noche, y como sus obras han acompañado mis horas de viaje, mis caminatas o han aparecido trayendo contradictorios fragmentos de memoria (esto es lo que motiva estas notas, sobre ello volveré), me interesa pensar en su experiencia del viaje. Entre algunos de los viajeros que viajaban antes de la IGM (que muchos suponen un punto de inflexión en estas cuestiones de la distancia), un caso excepcional es del Mozart: se calcula que, de los poco más de 35 años que vivió, se pasó 10 años de su vida viajando. Creo que Mahler, Debussy, tenían una experiencia del viaje en cuyo pasado estaba la experiencia del siglo XVIII (la de Mozart, digamos). Para mí, esa experiencia no es pasado, sino que pertenece a otro orden de la experiencia, tal vez irrecuperable. Aunque César Aira la deteste, su novela Canto castrato (una de las primera novelas, de 1984), de manera paródica y amanerada, trata sobre los viajeros del siglo XVIII, quizás desde nuestra perspectiva de grandes aeropuertos internacionales y vuelos trasatlánticos.
Volviendo a los tiempos finiseculares, Rubén Darío, el más grande poeta americano (incluyendo la parte del reino de España, por supuesto) sí había recorrido distancias continentales mundiales, teniendo en cuenta su primer viaje, desde el corazón de Nicaragua. Sólo un héroe de la lengua española podría haber cruzado, y en el eje de su cruz haber trastocado, la comunidad lingüística, provocando una revuelta de índole revolucionaria, para pensar en sus términos diesiochescos, y con voz continental, cuyo modelo era Walt Whitman, cruzó como una autopista panamericana, de colores modernistas al continente y el océano. Pienso en las máquinas para escuchar el cielo del ejército imperial japonés, que vi en el libro de memoria artística de Ulises Conti: impresionantemente ridículas y fascinantes, destinadas al fracaso en la nueva teconología de guerra. Esa ingeniería caduda no le hace justicia a la poética de Darío, por supuesto; no es en ese sentido en el que hago la relación, sino en la belleza de una máquina de guerra cuyo exceso estético no la hace adecuada a los intereses imperiales, sino a la imaginación:del mecanismo, cuya intensión era escuchar el sonido de los aviones lejanos en el cielo.
Mientras tanto, la obra de Darío parece ser una máquina antigua y contemporánea. Darío hizo pie en el lado del resto del mundo, su cosmopolitismo de lengua francesa y sangre indígena se me aparece cada vez que escucho el disco de airas francesas de Patricia Petibon, Airs Baroques Français y las arias de Les Indes Galantes de Jean-Philippe Rameau: Darío parece haber tomado la gestualidad de esos indígenas inexistentes, totalmente aprisionados en una estética europea, orientalmente exóticos. Apropiados esos pasos de baile, Darío los transformó en pasos de vida. Esa experiencia fue determinante, ahora Europa se veía por primera vez no en un espejo, sino en una imagen deformante que venía del continente. Con Darío podemos volvernos hispanistas, paganos, católicos y americanos.
La ciudad que yo conocí luego de la tierna noche entre el ruido de turbinas, presurización y aire acondicionado no se parece a la que conocieron ni Mahler, ni Federico García Lorcca, aunque allí están los cordones de acero y el bravío, americano, ímpetu del Hudson y el East River. Lo primero que hice al llegar, fue ir a ver una, finalmente, correcta puesta de La flauta mágica que comenté en otras páginas. Ahora regresé de las montañas del sur, y esto ha abierto otras sensaciones, cuyo misterio (porque hay algo de infancia, ahora sí, en todo esto) me propongo comentar en estas notas, mientras espero el promocionado Festival de Verano -én se nombre, resuenan muchas cosas- que brindará el Teatro Colón. Son tres obras que iré a ver y escuchar. Dos de ellas con un aire muy siglo pasado: el Mahagonny Sonsgpiel de Brecht/ Weill, obra a la que le debo mi adscripción, sin un buen desenlace, finalmente, a un espacio de pensamiento privilegiado, y La historia del soldado, de Igor Stravinsky, que iré a ver con mi hijo (con el textro de Charles-Ferdinand Ramuz traducido por ¡Beatriz Sarlo!: oh, memoria, detente...); además de un estreno que espero con mucho interés, Prima Donna de Rufus Wainwright dedicada a la figura de María Callas. Wainwright es un buen compositor al que una vez escuché decir que ciertas obras de Tchaikovsky lo conmovían más que Radiohead. Esta conexión Radiohead-Tchaikovsky me interesó más que el gesto polémico, y así pude romper el maleficio que me alejaba de la banda británica y escuchar dos obras mórbidas y encantadoras: los discos Hail to the thief y el bellísimo The Eraser, de Thom Yorke, que ahora vienen a mi memoria.
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* Precisamente hoy, mientras escribía, salió publicada una nota en italiano sobre los partidos "resto del mundo", en la que se lee:
L’ultima partita dell’età dell’oro di questa saga è probabilmente Argentina – Resto del mondo, giocata a Buenos Aires il 25 giugno 1979 per celebrare l’anniversario del discutibilissimo mondiale vinto in casa dall’Albiceleste l’anno precedente.
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