26.2.16

Fuiste mía un verano - Diario del Colón 2016 - II



Está terminando el Festival de Verano del Teatro Colón. Fui a ver tres obras, en realidad: dos obras y un show. He aquí mis humildes impresiones.

Días antes del comienzo del Festival, unas, por lo menos, muy desafortunadas e impertinentes declaraciones del actual director artístico del Teatro acerca del número de desaparecidos durante la última dictadura militar que asoló a la Argentina generaron posicionamiento más o menos intempestivos desde diferentes sectores de la sociedad. Un compañero de trabajo me dijo al respecto: “En cualquier país del mundo que esta gente tanto admira –por caso, Francia- el negacionismo es delito, y más allá de que sea o no delito, una declaración de este tipo es considerada una canallada”. Y si bien los dichos del marido de la Sra. Mitre no merecen ser llamados “negacionistas”, sí revelan desconocimiento o desinterés acerca de los debates que se generaron alrededor de aquellos años terribles. La cantidad está sepultada en un silencio armado, pero pensadores como Oscar del Barco han reflexionado sobre los crímenes de esa época en un intento de revitalizar aquello que se ha idealizado con una valentía muy jugada (“No matarás”).
El Colón, en suma, continúa siendo una poderosísima caja de resonancia musical y social. Su espléndida acústica puede servir de vehículo de una metáfora de las fuerzas sociales que son necesarias para tenerlo en movimiento: el aletear de una mariposa entre sus tramoyas puede desatar un terremoto en las tribunas de la opinión pública. Abundan los ejemplos históricos de los encuentros entre el crepuscular mundo que lo conforma y la más cruda política: en verdad, el Teatro funciona como un retablo del poder y la gloria del mundo político en su versión más protocolar y fuertemente significativa.


1 – La historia del soldado (L'Histoire du soldat, Igor Stravinsky/ Ch. Ferdinand Ramuz, 1917)
Jueves 18 y domingo 21 de febrero

Todo en esta obra de inflexión de Stravinsky podría entenderse en térmonos gestualmente no wagnerianos. No es que me guste definir por la negativa, pero en el caso de las obras del ruso es muy importante. Si Wagner fundó Bayreuth para la correcta interpretación de Parsifal, prohibiendo durante años su representación por fuera del golfo místico, la Historia fue concebida a la manera del teatro ambulante, una ópera de cámara, digamos, que pudiera ser representada con relativamente pocos materiales en varias ciudades. Lo mínimo necesario para montarla es un septeto de instrumentos (violín, contrabajo, fagot, corneta, trombón, clarinete y percusión), un narrador y/o tres actores. La guerra y la crisis económica fueron las causas del diseño de esta obra, basada en algunos cuentos de la tradición oral rusa recogidos por Aleksander N. Afanásiev.
En este caso, se volvió a poner en escena una versión en castellano realizada por Beatriz Sarlo. Es destacable el trabajo de la célebre crítica y escritora (Pablo Gianera hablaba, con motivo del estreno, de una reescritura a la manera de las de Leónidas Lamboghini). El conjunto de la letra es muy bueno, con cierta coloración “gauchesca”, referencias a la plaza en donde sería montada (“los señores del Colón/ las viejitas chismosas de la primera fila”). Pero, sin dudas, además del ensamble instrumental, el triunfo de esta versión estuvo en la interpretación de Pompeyo Audivert: carismática, dinámica, sostenida. Su interpretación crecía en dramatismo, a medida que la desventura del soldado era relatada (o ilustrada o comentada, o quién sabe, creada por la música). Hay en esta obra de Stravinsky un giro ciertamente irónico, cierto distanciamiento del que la selección instrumental es parte. Al optar por el timbre más destacado de cada familiar instrumental de la orquesta, la música de La historia… posee el germen del objetivismo neoclásico. Pero las hieráticas formas neoclásicas son apenas un esbozo tímbrico en una partitura donde la música popular rusa, los ritmos circenses y algunas hermosas armonías se entretejen con un contrapunto delicioso. Audivert logró plasmar una interpretación potente (el escenario de la Plaza Vaticano es, ciertamente, muy grande), ocupando con su voz y sabios ademanes del cuerpo el espacio en donde tres bailarines realizaban una coreografía inteligente y minimalista.
Fui dos veces a verla. En la primera, el bochorno previo a una fuerte tormenta que se desataría por la noche hizo que el cielo pasara del sofisticado oriente pampeano a un gris pesado. Fui con mi hijo, quien se perdió un poco en la trama de la historia. Cuando cruzábamos la plaza para buscar algo de comer, me preguntó sobre la historia. Le conté el argumento y las escenas principales y –la historia está concebida a la manera de una parábola, lo cual es, también, un poderoso gesto de modernidad de aquellos años de guerra mundial- opté no tano por la tradición fáustica (¿qué puede importarle a un niño un pacto con el diablo?), sino que le dije que la historia muestra la dureza de la vida de un soldado: que nunca se queda con nada, que cuando vuelve a su casa, nadie lo reconoce, que está solo, que jamás regresa de la guerra.
La segunda vez, fui a aprender de la interpretación de Audivert para cuando tenga que leer cuentos en las escuelas.


2 – Rufus Wainwright: Prima Donna (Un concierto sinfónico-visual) y Canciones para voz, piano y orquesta
Sábado 20 de febrero

Prima Donna es una ópera que sería inconcebible según los cánones compositivos de las vanguardias del Siglo XX. Es una ópera compuesta a la manera de Massenet, o Verdi o cualquier compositor (bueno, “cualquier”) del siglo XIX más los apuntes del tardorromanticismo. Cuenta la historia del regreso de una prima donna, en verdad de la madre de todas las prima donnas, Maria Callas, a los escenarios y cierto triángulo amoroso. Parafraseando, mal y pronto, un famoso relato, podría decir que las circunstancias y uno o dos nombres propios no podrían ser más ciertos, más acertados: que un joven músico pop escriba una ópera a la manera del siglo XIX, luego del siglo que renegó, al menos en términos de la llamada “música contemporánea”, de la ópera y su “excelencia burguesa”, no una comedia musical, sino una ópera sobre Maria Callas (Régine Saint Laurent en la obra) volviendo a los escenarios a interpretar a Leonor de Aquitana está muy bien.
Escuché a alguien comentar por ahí, en el intervalo, que la obra era muy melancólica: ¡cuánta melancolía, dijo con un bien llevado amaneramiento, hay en esta música!
A mí, la obra no me gustó –era una selección de fragmentos de la óepra, en versión de concierto con una proyección detrás. No me gustó la música, cómo estaba compuesta. Me pareció que estaba mal equilibrada la masa orquestal. Había mucha música, pero su ensamble no terminaba de cuajar: superposición de timbres, un color orquestal feo, poco delimitado. Un final muy melancólico (tenía razón la señora) y poco más. De los tres cantantes, sobresalió Guadalupe Barrientos; le puso intensidad Oriana Favaro, mientras que Carlos Ullán fue ahogado por la orquesta, aunque su voz me resultó muy agradable.
La protagonista de la película que se proyectó mientras se interpretaba la música era la fotógrafa Cindy Sherman, en el papel de la candadísima Saint Laurent/ Callas. La película no ofreció demasiado; salvo la figura de la cantante y su contorno trágico sobre el cuerpo de la fotógrafa generaba cierta dramaticidad.
Un bello gesto, un capricho. La ópera está llena de cosas así.

En la segunda parte de la noche, tal como había adelantado Rufus al saludar al comienzo (en los agradecimientos, mencionó a Lopérfido y se escucharon algunos silbiditos), la prima donna fue él mismo. Buenas canciones, pulso pop de music hall, mucho charme en el escenario (el enorme escenario del Teatro), que no le quedó nada grande. Cerca del final, él, junto con los tres cantantes líricos, hicieron una versión de Hallelujah de Leonard Cohen sin amplificación (no "a capella", por favor, como leí por ahí), acompañada de piano. En esa versión, la voz de Ullán me hizo acordar al predicador de la Misa de Leonard Bernstein, un recio predicador protestante. Como no conozco mucho la obra de Wainwright, me dediqué a escuchar (muy cómodo, en Cazuela) a ver las luces cruzando la sala del teatro, a mover los pies al sencillo ritmo de unas canciones bien arropadas. Me imaginé lo felices que deben haber sido quienes escucharon esta música, quienes tienen en su cuerpo marcado el pulso vital que ellas hayan dejado y la alegría, la tristeza, la sorpresa, el hastío, la reminiscencia viva que se habrá movido ante los acordes y la voz del cantante.


3 – Stifters Dinge (Heiner Goebbels)
Jueves 25 de febrero

Stifters Dinge es presentada en el marco del ciclo Colón Contemporáneo que dirige Martín Bauer. En este ciclo fui feliz, por lo menos cuatro veces: con Salvatore Sciarrino, La vendedora de fósforos, Prometeo (de Nono/ Cacciari) y el pianista Pierre-Laurent Aimard con obras de Ligeti.

En esta oportunidad, fuimos a ver una suerte de instalación sonora. Una sofisticada tramoya compuesta de piletas industriales, pianos que tocan automáticamente, proyecciones, humo, algunos instrumentos mecánicos, agua y sonidos grabados. Durante el transcurso de la obra, se escuchan fragmentos de una entrevista a Lévi-Strauss, que pueden ser entendidos como un comentario acerca de las búsquedas del mismo Goebbels: no quedan caminos por recorrer, no hay ningún lugar virgen, soy un hombre solitario. Además de la voz del inventor de la antropología estructural (continúo con la analogía: esta obra es, ciertamente, estructuralista, ya que se trata de la disposición de diferentes signos que esperan conformar sistema en la recepción del espectador), se escuchan las voces de Malcolm X, fragmentos de una obra de Bach (el andante del Concierto italiano) y entre las imágenes, se proyecta un cuadro del pintor Paolo Ucello, maestro de la perspectiva occidental. Todos estos signos culturales tienen un porqué: en el caso de Ucello, la perspectiva. Esta obra, instalación, juega con la perspectiva, la profundidad y las fugas sonoras. Nunca abruma, ni tampoco me terminó de entusiasmar mucho, aunque me hizo pensar.
Entre las apariciones, hay un texto del escritor austríaco Adalbert Stifter, que le da nombre a la obra: un relato acerca de un viaje en trineo por un paisaje helado. En el texto se relata la escucha de un sonido que viene del cielo, del bosque, de la tierra y que los viajeros no pueden reconocer. Siniestro y apasionante, el sonido se aparece cambiante, hasta que descubren que es producido por ramas y troncos que caen de los árboles del bosque cubierto de nieve. La canción de la tierra, una vez más. Stifter es de esas figuras que escribían en el marco del Imperio Austro Húngaro, una porción imaginaria (para nosotros) de la tierra que –siguiendo las palabras de Edgardo Cozarinsky- se nos presenta en una suerte de kintsugi, aquellos objetos rotos que eran rellenados en sus roturas con polvo de oro, mostrando la falla, haciéndolos más valiosos por la maestría de ese recorrido curativo.
Durante la lectura del texto de Stifter la obra alcanza uno de sus mejores volúmenes dramáticos: la tramoya parece ausente y presente, fantasmal y palpable. Se la podía escuchar “respirar” en los sonidos mecánicos que ponían en movimiento a los pianos, las luces, las hélices; a la vez, expectante y esquiva como cualquier gran máquina industrial. El otro momento dramático es cuando el bloque principal de la tramoya se acerca a la platea, para alejarse y volver a su posición original, dejando tras de sí a las piletas y sus superficies movidas por las nubes del hielo seco (o algo similar).
Al terminar la obra, Goebbels invita a acercarse a la máquina.
Creo que esta puesta tuvo un gran acierto. Está montada en el escenario del teatro, allí, debajo del cielo abierto del escenario del Colón, con la sala principal oculta por un gran telón negro, esta tramoya se mueve y suena debajo del gran teatro del mundo. Un verdadero juego de sombras y mamushkas melodramáticas.
En unas declaraciones muy en sintonía con las de un compositor avant garde, Goebbels se quejaba de las condiciones de producción de los grandes teatros: “Ahora mismo estoy muy orgulloso de presentar Stifters Dinge en el Teatro Colón, pero sé que no podría producir, ensayar, desarrollar y tener mi tiempo para hacer un trabajo de este tipo en una sala como ésta. Ese mismo problema lo tenemos en Alemania”. Pero, ¿de qué manera podrían sostenerse los cuatro pisos de altura del escenario del Colón sin “estructuras” (sociales, quiero decir) fuertes y complejas? Alzar la vista era ver, de alguna manera, una máquina similar a la de Goebbels, siempre oculta desde la perspectiva del espectador, pero que está funcionando durante una representación de ópera: un complejísimo mecanismo cuya misión es sustentar un ambiente dramático.
Los carteles luminosos con la palabra “salida”, las luces de algunos aparatos, los innumerables focos, hasta una paloma en un vitral (que, creo, era de la puesta de Parsifal de diciembre) extendían el comentario de Stifters Dinge más allá de la máquina misma en un altísimo laberinto vertical. Y la sala, ausente, con su poderosa resonancia histórica, detrás del telón negro, detrás del telón cortafuego.

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