Las batallas de Fidelio. Diario del Colón 2016 - VI (Fidelio, 17 de mayo)
Todo en esta ópera es una batalla. Batalla de Beethoven
frente a la máquina mozartiana, que había dado al género heroísmo, lirismo,
drama y abierto a la ópera a un universo simbólico muy moderno y, dignos, "novedoso". Batalla de Beethoven frente a sí mismo en el campo de la ópera: una composición forzada, otras ideas de óperas que quedaron en el camino, etc. Hay un
componente cronológico, un aspecto temporal que divide a Fidelio en dos (actos, pero también dos acontecimientos musicales que aparecen casi paratácticos), y que le da un algo arqueológico: por un lado, el clasicismo, el Singspiel, La flauta mágica, del primer acto; por el otro, la irrupción
romántica del segundo, en todo sentido. El tenor exclamando Gott!!! desde su
calabozo debajo de la tierra compone una una topología romántica: ir desde la oscuridad de las
instituciones, desde el lado oscuro del espirit
eclairé hasta la magnificencia del canto, si no comunitario, al menos
socialmente razonado, la armonía del mundo humano como utopía de las cadenas.
Esas catacumbas que pueden llegar a ser internas que deben abrirse. Ese segundo acto, dramático,
más o menos claustrofóbico, sería, para la generación siguiente, el futuro.
Florestán será el prototipo del Heldertenor, o así
lo quiso Wagner.
Una batalla en donde están presentes los rasgos convencionales del género. El castrato, signo incandescente de las primeras óperas, será Leonora, aquí: una mujer enamorada disfrazada de hombre, figura que aparecerá en tantísimas revoluciones políticas, una y otra vez. Una figura femenina de rasgos reverenciales.
Son convenciones del amor "lésbico y operístico" (pero es más que eso, es un amor más allá del género) las que prevalecen en el primer acto, Marcelina está enamorada de la
imagen fugitiva de Fidelio: es fiel a una sombra. Siendo Marcelina uno de esos
personajes que vienen a pelear desde la convención, se comporta como una
enamorada de algo que huye porque se le escapa hacia la puesta en escena de un nuevo ritual, el culto a la libertad. Leonora está allí para salvar a su
marido, no para enamorar a una chiquilla inquieta. Rocco, carcelero y padre
casandero en el primer acto, será un hombre llamado por la hospitalidad, por el
humanismo, en el segundo, frente al cuerpo sufriente de Florestán. En Fidelio, se ha dicho varias veces, hay un
desaparecido: Florestán es el registro operístico de formas de opresión por
venir, y todos los personajes de esta ópera son personajes tocados por el tiempo.
Fidelio, aun a
pesar de sus suturas (o precisamente, gracias a ellas) continúa
siendo conmovedora: es ella en sí misma, un melodrama poético, un protocolo de
sus problemas y posibilidades de experimentación. Si
la transformación sexual (por registro, por prohibición, por convención) era un
asunto de pleno operístico, en Fidelio la transformación tiene un objetivo: la
liberación de un orpimido. Un fin humanístico. Como si Beethoven estuviera discutiendo con la idea de
ornamento, imponiéndole una razón trascendente.
Tan obsesionada está Fidelio con la libertad prometida, que consigue resignificar esas
luchas en cada puesta. Su potencia temporal no es tanto lineal (pasado-futuro),
sino que parece más espiralada en el estilo (el autor) sobre las formas: Marcelina y Leonora son
algunos de los elementos que manifiestan esta característica, como señalamos en su amor no correspondido. Florestán
canta al Dios por venir y el pueblo aguarda la armonía de las individualidades.
Demás está decir que habría un “estilo tardío” en Beethoven, en donde las
convenciones sufrirán una nueva tensión que prefigurará la catástrofe (del mundo porvenir de esta obra).
El carácter excepcional de Fidelio (la única ópera de
Beethoven, la tensión estilística, las lecturas posrrománticas) lo percibí, en
cierta manera, en el desempeño de la orquesta. La escuché “distinta” a otras
veces. Utilizo las comillas porque, si bien hubo momentos en los que se
escucharon ciertos desbalances, la textura de esta música parece temblar y no
terminar de conformarse en su “tierra de nadie”, en la cual se desarrolla.
Sin embargo, esta noche se lució lo más importante. Los
bellísimos cuartetos y tríos: las voces, en suma. Porque si Beethoven estaba trabajando
en un registro sinfónico, en el cual la voz humana debería batallar con las
derivas de la orquesta, en esta ópera la voz es la entonación de ambos mundos: el
cantábile y el sinfónico. Las voces estiran las líneas de canto, la dinámica es
fuerte porque debe sobreponerse a una orquesta más bien forte que piano. De todas
maneras, hay momentos de intensidad expresiva en un piano delicado y melódico.
El silencioso final del primer acto, por ejemplo, la orquesta callándose con
una cierta melancolía, luego del canon, sobre las maderas, como si las formas del primer acto (el clasicismo del siglo XVIII) entraran en el
crepúsculo, definitivamente con esas notas en dominante.
Carla Filipcic Holm
como Leonora/Fidelio estuvo extraordinaria, ella posee, ciertamente, un timbre que
percibo con muchísimo agrado. Jaquelina Livieri, quien ya me había encantado en
Don Giovanni, compuso una Marcelina
preciosa. Y el ensamble de las voces (en el I Acto con Manfred Hemm –Rocco-, Santiago Bürgi -Jaquino- y Homero Pérez
Miranda –Don Pizarro- en el II) resultó muy equilibrado, claro en las líneas de canto,
ensamblado y tímbricamente muy bien texturado. Creo que, aun con los artificios de las puestas hipermodernas,
cuando los cantantes se alinean en el escenario, miran al frente y se disponen
a cantar, a devenir voz para tejer la estructura de esos números, la ópera es
más ópera que nunca: el drama de las voces en escena.
La puesta fue sobrecargadísima, no tengo mucho para decir. Fue
declarada como “atemporal” por parte del director de escena porque la lucha por la libertad, etc. etc. Aunque la
tanqueta me pareció un poco payasa, supongo que podría tratarse de una nota
irónica frente a la atmósfera paródica del primer acto. La tramoya hizo mucho ruido en la Obertura (y también lo hizo en la desconcertante Leonora 3 previa al II Acto).
FIDELIO
Ópera en dos actos y catorce
escenas (1805-1814)
Música de Ludwig van
Beethoven
Libreto de Joseph Sonnleithner, basado en el original
francés de Jean-Nicolas Bouilly
Edición de Kurt Soldan
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