10.5.16

Esto no es un Skandalkonzert - Diario del Colón 2016 - V (Cuarteto Arditti, 03 de mayo)

Hay una frase de Pierre-Joseph Proudhon que me gusta mucho, de la que creo que nunca me voy a cansar, que interroga uno de mis lugares preferidos: la sala de conciertos. La frase dice

Así como amo el Stabat en la iglesia en las tardes de cuaresma; el Dias irae en la misa de difuntos; un oratorio en una catedral; un toque de caza en los bosques; una marcha militar en un paseo; asimismo, todo lo que está fuera de lugar me desagrada. El concierto es la muerte de la música.

Desde su perspectiva adorablemente anti burguesa, Proudhon veía en el concierto una institución que estaba desligada de la vida. En un concierto, la música estaba ausente, porque no había ninguna función vital, ninguna comunidad presente: la música no estaba junto a los trabajos, religiones, rituales, donde ilumina a los días con sus sonidos.
Yo no puedo estar de acuerdo, pero su frase se me aparece siempre que voy a escuchar un concierto como el del martes en el que se presentó el Cuarteto Arditti en el Teatro Colón. Un cuarteto de cuerdas no es sino el epítome de la “música pura”, de esa música que para Proudhon aparecía desligada de las funciones vitales, sin bosque, sin catedrales, muerta.

El cuarteto de cuerdas es la formación “más alta” –por decirlo de alguna manera- de la música culta: lo más top de lo top. Sobrio, integrado, reflexivo, formal y camarístico (no le incumbirían las luminarias espectaculares). Sus modales son la refinación y el buen gusto. Y sin embargo, hay algo en la presentación de un cuarteto de cuerdas que es volátil y peligroso: su arquitectura puede quebrarse en cualquier momento, su encanto concentrado posee todas las maneras de la magia y nos obliga a una atención fuerte y sostenida, una escucha despojada, a cuyo alrededor acecha el desastre. Todo está sostenido por la red nerviosa de las cuerdas, por el equilibrio (y el desequilibro)  tímbrico y dinámico. El cuarteto de cuerdas es algo único al que el intérprete le dedica su vida, el duro aprendizaje de empuñar el arco, la posición corporal adecuada, además del estudio de la obra musical. Ahí está la primera cuestión vital. El cuarteto de cuerdas es un animal nervioso que respira y se desvanece en las manos de quienes lo sostienen, entrenados en la durísima ascesis de la interpretación.

Tuve la suerte -digo suerte porque nunca me había pasado- de presenciar el concierto en un palco alto solo. No había nadie más en lo que esa noche era mi palco. Solo esa noche de martes: sin más rumores que los del día que  iban callando para poder dedicarme a escuchar al pequeño grupo de músicos que se veían allá, delante del gran telón, ubicados en el “proscenio”, al borde de la platea, en el límite del escenario. No pude dejar de pensar en la teatralidad de todo eso. Hay una gestualidad mínima, pero muy intensa, en el cuarteto que refuerza la percepción de los sonidos. Los gestos que dan paso a las modulaciones, intensidades, etc., los brevísimos o grandes cambios que se suceden en la interpretación,  muy delicados y breves, hechos con cierta vehemencia. Esas indicaciones puede darlas el primer violín, o puede “dirigir” al conjunto el violista: pero los gestos están ahí, como una danza solapada con su ritmo sutil de miradas y movimientos.

La sala principal del Teatro Colón no es una sala de conciertos en sentido estricto. Sino una sala de ópera. Con lo cual, la presentación del Arditti potenció los "fantasmas de la escena".

Se trató de un programa que incluyó dos cuartetos de cuerdas del compositor inglés Brian Ferneyhough. El Cuarteto N° 3 –el primero en interpretarse- es una pieza supersofisticada, donde cada intervención instrumental se desvanece, de alguna manera, dejando paso a la siguiente en una sucesión de sorpresas que no se integran en un registro melódico, digamos. Por momentos, en el fuerte tejido instrumental, uno tenía la sensación de que estaba explorando los pliegues de un instante. Una construcción montada sobre el punto de silencio que explotaba el potencial del tiempo. Eso en el primer movimiento. El segundo se abre a cierto movimiento, que el mismo compositor califica como una “colisión”: de la textura al desgarro, podríamos decir.

El Cuarteto N° 4 es sobrecogedor y muy hermoso. Es un cuarteto cuyo “intertexto” es el Cuarteto N° 2 de Schönberg, que se interpretaría en la segunda parte del concierto. En este cuarteto, Ferneyhough suma la voz humana: una cuerda más que se integra al cuarteto. Este juego provoca una relación de fuerzas muy conmovedora. La soprano Claron McFadden –de una voz a cuyo grano no pude resistirme- fue una caja de resonancias de las cuerdas y de los poemas de Ezra Pound que un poeta norteamericano (Jackson Mac Low) “deconstruyó” –en palabras de Ferneyhough- hasta llegar a extremos silábicos. Esta operación -en donde lo semiótico irrumpe sobre la serie semántica del sonido- es un juego de cajas chinas: la música y la palabra se establecen en la sonoridad, pero cada una se abre al sentido de diferente manera. El poema de Pound caía en fragmentos semióticos en la gran textura del cuarteto, mostrándose así como música. Los sonidos de la voz de McFadden tocaban así el misterio de algo que podríamos llamar la “sonata de la lengua”. Hacia el final, el cuarteto de cuerdas, la formación instrumental, deviene voz en el silencio y la voz deviene cuarteto de cuerdas en la poesía.

Después del intervalo, los cinco músicos volvieron para interpretar el Cuarteto N° 2 de Schönberg.
En el libro El caso Scönberg, Esteban Buch recupera las críticas de la noche del estreno de este cuarteto. El 21 de diciembre de 1908 fue la noche del Skandalkonzert (de un amargo escándalo, señala Federico Monjeau en el Prólogo, muy diferente al escándalo consagratorio de París y Stravinsky, por ejemplo). En una posición más o menos paradójica, entre la tradición y la vanguardia, la Escuela y la ruptura modernista, para la historia, lo importante con este Cuarteto (así lo muestra el extraordinario libro de Buch) es la cantidad de vida que se juega en su interior: vida privada y pública. Sobre una forma consagrada –el cuarteto de cuerdas-, Schönberg realizó una profanación. El Cuarteto es una crítica de dimensiones descomunales, lleno de ruido y de furia.

En la tranquilidad y el silencio recogido (que no es más que una manera de escuchar que terminó de instalarse para los conciertos públicos durante el siglo XIX) con el que escuchamos esa noche este Cuarteto, no se escucharon los combates (formales, críticos, corporales) que esta obra provocó allá en el borde mismo de la catástrofe. Hay algo de crepuscular, sin embargo, que no termina de ser en todo esto: todavía, en las armonías planetarias de este Cuarteto, queda algo por resolver que hace que no se trate de una escucha meramente museística, epigonal de otro mundo. Escuchamos en silencio, agazapados como presas, este juego entre música, voz y texto. En esta música, permanecen huellas de un color muy moderno y muy antiguo, como alguna melodía que escuchamos de niños y que aun llevamos con nuestras vidas en este tiempo turbulento y extraño en el que nos tocó vivir. Que ahora escuchamos quién sabe desde qué imaginario, donde nuestras batallas se recortan sobre la voz que llega y (nos) dice.


Colón Contemporáneo, 03 de mayo de 2016. Sala Principal.

Cuarteto Arditti
Irvine Arditti VIOLÍN I
Ashot Sarkissjan VIOLÍN II
Ralf Elhers VIOLA
Lucas Fels VIOLONCHELO

Soprano
Claron McFadden

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