27.6.17

Los rusos


El amor se avinagra, los amigos se alienan, el día, la noche,
las estaciones con sus ferreterías ignoran el protagonismo
de los detalles y alcances de tu discurso, de tu intermitente discurso.

Sebastián Morfes


Son mensajes destinados a la mafia rusa.
¿La mafia rusa? ¿Existe la mafia rusa?

Daniel Link

Llegaron los rusos. ¿Son rusos? Sí, vienen del norte. Siempre están callados. Algunos vienen del sur. ¿Del sur? Sí, de Kazajistán. No, son todos rusos. Viven en silencio, en aquella casa. El mayor es peleador, mira mal, habla con algunas mujeres, compra cebollas, papas y pocas cosas más. ¿Es ruso por que calla y pelea? Es alto, le gusta el calor. Hace poco los vi en el mercado, eran tres. Uno llevaba un gorro raro y tenía unos lentes que parecían antiparras. Hacía frío, hasta hace poco estuvo haciendo calor, mucho calor, pero ese día hacía frío. Los rusos llevaban abrigo, siempre tienen frío. ¿Cómo van a tener frío, si en Rusia hace mucho frío? Los ríos se congelan en Rusia. Las mujeres son hermosas en Rusia. Son muy lindas, pero se vuelven gordas. Por tener hijos, son “matrioshkas”. Mamushkas[1]. Son muy hermosas. La prostitución en Rusia es altísima. Son altas (risas). Son hermosas, tienen la piel muy tersa. Pero son desconfiadas. No hablan, tampoco. Hablan entre ellas. Los hombres son más reservados. No son cristianos. No: no son católicos. Son ortodoxos, tienen un líder espiritual que es como el Papa. La familia Romanov fue canonizada. Moscú es Roma. Rusia es oriente. Rusia queda en Europa, pero es otra cosa. La mafia rusa es una amenaza. Han comprado barrios enteros en Alemania, y hay un centro cultural ruso en París que está muy cerca de donde el gobierno francés guarda archivos, no sé si secretos. ¿Los rusos construirán un túnel para conseguir los secretos de Francia? Las torres ortodoxas son plateadas y blindadas. El edificio es hermético, no hay otro color que una especie de blanco plateado. Blanco y amarillo como los colores del Imperio Ruso. Los rusos del mercado parecían un escuadrón diabólico con esos trajes deshilachados y los anteojos que parecían antiparras. Un búnker. Las hijas del zar no morían, las balas no podían atravesar las joyas que llevaban sobre sus vestidos. El corazón de los rusos es un búnker, un lugar cerrado. Las tormentas de nieve, el permafrost. El vodka no se congela. ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que mencionaras el vodka? Es como los canguros y los australianos. O la carne y Argentina. Horrible. Todo eso es horrible. No es feo. El calor del trópico, el deseo, la carne. Un anillo de mataderos envuelve a la ciudad. Los matarifes son muy callados. Cortan, trozan, callan. ¿Hay pop ruso? El pop ruso es la estética de la revolución, la de los años de la guerra civil. ¿Hay una guerra civil? Hubo una guerra civil. ¿Y ahora? Ahora también. Las chicas rusas parecen soldados pobres de la guerra civil. Las modelos rusas son bellísimas. Son soldados de una guerra civil, algunos dicen que son como ninfas, figuras que vuelven con el tiempo. Ninfas rusas, no puede ser. Las ninfas son griegas. Las rusas son bárbaras. Son una figura, un movimiento, una onda. Ahora son soldados. Mafia, soldados, armadas, un paisaje oriental. Mil paisajes. Los rusos llegaron a la Luna antes que los yanquis. No, no, no. Los rusos estaban tan cerca como los yanquis de llegar a la Luna, pero dudaban. Pensaban que era muy peligroso. Había una novela que leí hace bastante, una novela que la había recomendado Santiago Llach, se llama Música militar, la perdí, pero me acuerdo bien de dos cosas. Del capítulo en el que el protagonista y un amigo viajan en un tren. ¿El Transiberiano? No me acuerdo, era un tren de carga. Un viaje de quince días. Tenía que ser el Transiberiano, puede ser. Era un viaje desaforado con el que era fácil sentirse identificado cuando viviste en un nudo de ferrocarriles como Temperley, abierto, torres de vigilancia, vías al sur, al oeste, una planicie de fierros, pasos bajo nivel, canchas de fútbol, pistas más o menos clandestinas de motocross, un triángulo oxidado que cruzábamos después de bailar, para ir al colegio o para perder el tiempo un sábado a la tarde. Había trenes que iban hasta Bahía Blanca, trenes de carga, pesadísimos, lentos, a los que nos trepábamos para saltar y caminar hasta casa. Una vez no pudimos, el tren tomó velocidad, uno de nosotros saltó y pudo avisar. Creo que pararon el tren a 100 kilómetros. ¿Cómo volvieron? No me acuerdo. Pero esa aventura me hizo pensar que subirse con un amigo a un tren no es tan peligroso, aunque sea a miles de kilómetros, decenas de miles, en Rusia. También recuerdo que ese libro contaba que Yuri Gagarin, el cosmonauta, el primer hombre que había orbitado el planeta Tierra por primera vez, contó que en el viaje alrededor de la Tierra había cruzado la cápsula que contenía a la perra Laika y que la había escuchado –o había imaginado- ladrar. Pero eso es ridículo, “en el espacio, nadie escuchará tus gritos”. Alien. Era una fantasía, una lectura de los manuales de escuela primaria, como las batallas que se cuentan en otros países. Era un fantasma, tal vez la escuchó ladrar. Solos, a una cantidad espantosa de kilómetros, ¿por qué no iba a escuchar el ladrido de una perra abandonada? El narrador de la novela contaba que Gagarin, héroe soviético, piloto militar, el cosmonauta, murió en un accidente de aviación. El mejor amigo de Yuri Gagarin murió en una lata infernal un tiempo antes, en una misión espacial, fue en el lugar de su amigo, porque sabía que iba a morir.

[1] Roberta Iannamico, Mamushkas, Vox, Bahía Blanca, 1997.

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