23.8.17

Apuntes de invierno II: La ópera imposible (Primera parte): Niñas y “turcos”

Durante la década del ’70 del siglo pasado, la ópera comenzó a ser un espacio de renovación escénica, llegando a su culminación popular y comercial con la trilogía Mozart-Da Ponte de Peter Sellars en los ’80 (Le nozze di Figaro transcurría en el piso 52 de una Trump Tower; Don Giovanni, en el Bronx y Cosi fan tutte estaba ambientada en una cafetería en tiempos de la guerra de Vietnam). Esta renovación tenía una contrapartida en lo que se refiere a la interpretación musical, que buscaba recuperar las maneras, si no originales, las que se despojaran de los excesos del romanticismo y, especialmente, el postromanticisimo sinfónico. 

Mozart, el triunfo de Sellars, siempre fue leído por la modernidad, sin embargo: siempre fue un contemporáneo, tal vez por el pliegue que su música permite, un resto que, para algunos es muestra del universalismo que movía a las revoluciones políticas y para otros, una perversidad insomne: “una sensibilidad archi-inteligente, un pecado que cruzaba la línea de sombra que existe entre el deleite y el dolor”.

A pesar de Sellars, las lecturas de la tradición operística habían comenzado antes.
Stravinsky había escrito The rake´s progress (1951), ya muy alejado de sus ballets rusos y sus tretas (Pulchinella): se trataba de una ópera de modales dieciochescos en todo sentido, en las formas y el fuerte contenido moral (justamente, como las óperas de Mozart-Da Ponte); en la que colaboraba, además, con un gran poeta en el libreto, W.H. Auden (y Chester Kallman). Rake´s progress podría entenderse como otro elemento más de la renovación operística, esta vez desde la creación misma. No era la única ópera que dirigía su mirada al siglo 18; también lo hicieron Britten, Weill-Brecht, Poulenc, etc., todos con una gestualidad eminentemente contemporánea, pasando por encima al siglo 19 (a Wagner, vamos). En el caso de Stravinsky, se destaca el manierismo, la artificiosidad, el capricho moral. Edward Said cita a T. Eliot para explicar este interés por ese siglo pasado: “lo pasado del pasado” como tema de composición musical contemporánea.

El siglo 18 fue el umbral de las revoluciones liberales. El siglo 19 fue la realización de los ideales burgueses. Y el siglo 20 significó la aparición de lo que la revolución burguesa creía haber derrotado, olvidado, reprimido (en todo sentido). La ópera pasó a ser el triunfo de la burguesía, y para algunas vanguardias (especialmente las segundas vanguardias, especialmente las musicales, Darmstadt y los fetichistas serialistas del verano) debía ser destruida.

Es imposible resumir lo que la ópera puso en juego en la música y la política; lo cierto es que, aun en sus peores momentos, se mostró como un espacio de disputa, a la vez que un terreno deseado y prestigioso (este prestigio era el blanco del ataque revolucionario). En este sentido, se entiende que la ópera del siglo 20 pusiera el foco en la ópera previa al siglo 19. Resulta claro que Roland Barthes, con su gusto por lo inactual (lo anticuado), optara por la ópera aristocrática, balzaciana (recordemos que la modernidad de Balzac se basaba en su conservadurismo monárquico, ancien régime) como la mejor ópera posible.

Ya que, en primera instancia, la ópera es refractaria al realismo: las peripecias operísticas se encuentran en una tensión constitutiva que, en vez de debilitarlas, las fortalece, permitiendo en muchas ocasiones, argumentos y tramas que serían prácticamente insoportables sin la música y la poesía (ese resto fonético y rítmico del lenguaje en el libreto). Durante el siglo 20, la ópera conoció el revisionismo, la modernización y, claro, el gesto de la destrucción. Una ópera como Bomarzo, por ejemplo, excesiva, decadente y sobresaturada es, en cierta forma, una obra cuya gestualidad monstruosa quiere presionar al escenario, a la platea, a los oyentes y a las instituciones morales y musicales, hasta hundirlos. Entre las dificultades de las óperas de la segunda vanguardia, se encuentra una terrible dificultad para ponerlas en escena.

Las puestas en escena de Sellars –para recuperar un poco la senda- son paródicas. Si aceptamos una etimología de la palabra parodia que realiza Agamben (en Profanaciones), la parodia es el texto que está colocado al costado del canto (para oîden). Las puestas de Sellars son kitsch porque no son humorísticas: son serias y estrictamente están paradas junto al canto, pero se diferencian de él: de allí su novedad y triunfo. Cuando uno ve cómo se mueven los cantantes en Cosi fan tutte, ve momentos en los que parecieran realizar una coreografía mecánica que se polariza con el furibundo realismo de la puesta, dinamizándolo; mientras que la interpretación vocal y musical es atacada (ataque) con vehemencia y el fraseo es intencionadamente “nervioso”, por momentos caricaturesco.

Las versiones historicistas (o las actuales “versiones históricamente informadas”) persiguieron, durante un tiempo, una quimera, una escucha imposible: sonar como alguna vez algo sonó. Alrededor de este grial sonoro, hubo reflexiones y podemos pensar que, a la manera de los objetos musicales de la música contemporánea (Schaeffer): objetos sonoros barrocos, una afinación y un “solfeo”; es bastante común encontrarse con un afecto barroco en la música del capitalismo contemporáneo (Rafael Spregelburd coloca fragmentos barrocos en su obra Tres finales, por ejemplo). El barroco aparece como un estilo musical posible, nuevamente, ya que era una poética americana. Uno no puede dejar de conmoverse ante las interpretaciones actuales de un oratorio como Juditha Triumphans de Vivaldi (RV. 644, de 1716): un “oratorio sacro-militar” en homenaje a la ciudad véneta, promontorio europeo hacia el oriente, que en nuestros días resuena en sus figuras resignificadas: niñas y “turcos”. Un poco a la manera de los castrati, las niñas del Ospedale della Pietà recibieron una instrucción musical fortísima y reglada que su condición de seres sagrados (¿?), mujeres huérfanas (así como los niños en conservatorios napolitanos), les permitía: como muchachas lobo, es decir, colocadas al límite de la cultura y lo humano, pudieron ser parte de una guerra que, en principio, les estaba vedada y ocurría debajo de símbolos (bíblicos, históricos) que no dejan de ser elocuentemente disruptivos o subversivos en términos culturales: a las mujeres, el arte y la guerra. Fueron las últimas inflexiones del barroco musical estricto.

La ópera presenta aspectos estéticos que involucran una ética. Cuando canta una contralto, una barítona, canta un devenir mujer y canta una espada afilada que degollará a su opresor; o cuando canta un contra tenor (el tucumano Franco Fagioli, por ejemplo) puede estar cantando un niño-lobo, un César-mujer (como pretendía Deleuze). No se trata de una “recuperación” imposible, sino de otra inflexión del archivo musical. No es extraño que el siglo 20 intentara recuperar o desvelar la gestualidad barroca cuando aparecía imposible, a la vez que su pasión por lo Real lo llevara a la iconoclastia al componer óperas, justamente, imposibles.

En la Argentina, hay también algo así como una renovación de la escena operística. A los extraordinarios niveles de los intérpretes musicales (orquestas y cantantes), comenzó a sumarse el trabajo de directores de escena que modernizaron las tramoyas de los escenarios: desde los históricos Jorge Lavelli o Sergio Renán, a los contemporáneos, entre otros, Marcelo Lombardero (de muy buenas direcciones de actores) y el extraordinario Pablo Maritano (ambos críticos de la idea de repertorio, por supuesto). No se trata aquí de recuperar una historia de la puesta en escena de la ópera argentina –imposible, por otra parte, para mí en este momento-, sino armar un pequeño contexto.

A fines del siglo 20, Alejandro Tantanian realiza la puesta en escena de una obra de Gerardo Gandini. Aquí empieza su historia y su clase magistral que llamó: “Escribir ópera: creación de libretos y escritura escénica” y que comentaré en la segunda parte de esta nota.


(continúa)

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