23.8.17

Apuntes de invierno III: Intermezzo (Tres finales, de Rafael Spregelburd)

Mientras escribía los apuntes de este invierno musical, fui a ver Tres finales de Rafael Spregelburd. Como estos apuntes comenzaron con un ciclo de conferencias sobre "ópera contemporánea" y Tres finales fue comisionada por un teatro de ópera de provincia (lo digo sin malas intenciones, me fascina la idea de un teatro en mitad de la pampa) y siendo, además, que Rafael hace tiempo que viene trabajando en la Sprechoper (ópera hablada), creo que valía la pena intentar un apunte más.

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¿Desde dónde se empieza a contar un final? ¿Hay algún acontecimiento que pueda señalar un comienzo del fin? En la tradición judeocristiana -quizás en la cristiana, más precisamente- solemos señalar un acontecimiento que divide la historia en un antes y después, acontecimiento (el nacimiento de Cristo) que, a su vez, se abre hacia otro acontecimiento cuya inminencia es dilatada, esperada y resistida por su misma inminencia: el fin de los tiempos. Este juego de tensiones, antes y después, nos llena de Apocalipsis y espera: estamos esperando el fin, pero ¿cuáles son las señales del fin?

Roberto Calasso, al comienzo de El loco impuro, escribió una secuencia del fin de la Europa hegeliana:

En un año impreciso, durante el reinado de Federico II de Prusia, la "admirable estructura" del Orden del Mundo sufrió una laceración, a la que habrían de seguir muchas otras, "según el principio de appétit vient en mangeant". Se cumplían, spiritualia nequitiae in coelestibus, guerras de sucesión intestinas, allende el sol azotaban los Hermanos de Casiopea, todo sonido era de complot, pero el confundido espíritu terrestre recibió los trastornos sin lograr entenderlos con claridad; ya hacía tiempo que los prodigios tendían a pasar inadvertidos, y sólo algunos viajeros dejaban caer breves alusiones sobre lo que sostenían haber visto con sus propios ojos, agregando, no obstante, que "los acontecimientos más grandes son aquéllos de los que se tiene noticia hasta el final".

Nos hemos habituado a leer señales del fin, pero el fin está aconteciendo siempre (o nunca: es crisis) y a medida que se sucede el tiempo, las capas geológicas se superponen, comienzan a hablar señales que habíamos pasado inadvertidas y las recuperamos para que no se pierdan. Algo así ocurre con el barroco y sus interminables pliegues, que algunos poetas cubanos pensaron como la gran concha americana en donde retumbaban y nacían todas las marejadas de la tierra, voluta tras voluta, en fragmentos, o en largas parrafadas de puntuaciones nerviosas e inestables, o -desde antes- las visiones de belleza que apenas entrevió Colón, la religiosidad cristiano incaica de los Andes virginales: todo es paranoia barroca, teatro del mundo, representación, confusión y verdad.

Nos hemos vuelto más brutos ("los prodigios tendían a pasar inadvertidos"), decía Oscar Strasnoy en una conferencia que espero llegar a comentar: hemos perdido la capacidad de leer las figuras musicales que, en otra época, significaban humores, melancolía, con la precisión de una figura oriental, la misma que buscaba extraer (compleja e iridicente) Ezra Pound en sus Cantos. Ahora somos bastante menos capaces de leer el ideograma musical que siglos de música y quehaceres humanos habían creado como arte musical. Hemos aprendido a especializarnos, pero hemos perdido (aporísticamente) precisión.

En Tres finales, la obra de teatro musical de Rafael Spregelburd, comisionada por el TACET (Teatro Argentino- Centro de Experimentación y Creación), asistimos a la representación de tres finales: el del arte, el de la realidad y el de la historia. Es muy difícil para mí no creer que Spregelburd realiza cada movimiento -de la escena, del habla- en un sentido cargado de sentido ("todo sonido era de complot"): su obsesión por los cruces de las lenguas, especialmente por aquellos cruces donde hay un reconocimiento a la vez que un pequeño desliz (del sentido) que permite la duda, la ambigüedad o el contrasentido, la afirmación de la diferencia irreconciliable. Estos deslices, suelen aparecer en la forma del chiste, como si apuntara a las profundas cavernas del sentido (a su relación con el inconsciente): la Historia se desmorona en un vórtice intenso de la lengua. En ese lugar donde uno dice y erra "yo".

Se trata de tres obras más o menos independientes entre sí, más o menos yuxtapuestas, que escenifican, con recursos y métodos diversos, el final de tres poderosas concepciones occidentales. 

La primera secuencia es el fin del arte. Esta secuencia posee un registro, diría, "naturalista" con algunos excesos propios del naturalismo (la exigencia de que cada elemento de la escena tenga una finalidad dramática, un punto de vista axial) y otros de la parodia que recorre toda esta producción. El natualismo está llamado por la impotencia de un límite: para escribir una herida, la utopía naturalista es volverse ella misma herida, confundirse con lo que lo excede (Émile Zola, que agradaba a Trotzky y los surrealistas, cuyos programas querían exceder el límite de las instituciones), salirse de sí, delirar. 
Un profesor universitario y su adjunta discuten en un bar en Francia sobre el estatuto que le correspondería a la famosa restauración del Ecce homo de Borja realizada por Cecila Giménez, una voluntariosa voluntaria que dejó a la figura "original" deformada bajo una imprecisa forma con cierta expresión boba y aterrada, producto de su incapacidad de cuidar el naturalismo propio de una buena restauración. La potencia de las imágenes (su música) en nuestra sociedad hizo el resto: todos los íconos, desde Marilyn a los Cristos bizantinos podían entrar en la serie del zafarrancho de Borja. Todo termina en un tono ancrúsico, sin un acento determinado en esta primera secuencia, tal como pasan las noticias, lo indignante de cada día. Queda la pregunta: ¿qué figura es esta figura deforme?

El segundo final es el Fin de la realidad: en la escena, hay un grupo de "traductores" que, al unísono, traducen lo que podría ser una conferencia cuyo argumento es el juego (para pantalla, táctil) Angry birds, un juego que de alguna manera es la continuación de otro juego, Pokemon, cuyo mito de origen involucra una noción de la realidad. El inventor de Pokemon (Satoshi Tajiri) decía que había ideado este juego como sustituto (farmakon) para los niños de las grande ciudades modernas quienes ya no podían experimentar el placer de buscar y atrapar insectos. Con esta idea, también jugaba la fantasmática conferencia que traducían en paralelo, cada uno en su mundo, los traductores de la segunda secuencia de finales.
Los traductores están sentados de frente al público, uno al lado del otro, miran hacia ninguna parte, el lado de afuera de la representación. En cada extremo, hay una interferencia, que a veces hace contrapunto con lo traducido y otras veces se superpone ásperamente: un hombre hablando por teléfono celular (sin relación directa con la conferencia) con su madre, y en el otro, una traductora que comienza a traducir como todos para empezar a canturrear y, finalmente, como un niño que canta y crea su territorio, terminar cantando (haciendo música) una melodía muy hermosa, realmente, acompañada por una violinista -en esta secuencia, la música comienza a dominar la escena-, hasta que sólo queda la pura sonatina de lo que se recorta sobre el lenguaje. Es esa linguística que imaginaba Rousseau, de afectos musicales lo que termina deteniendo la traducción simultánea de un juego táctil de un solo plano, que vendría a reemplazar las texturas del mundo y su exaperante homologación. 
La cantante (Isol) se ahoga en un bidón de agua. En verdad, se aclara con vergüenza la garganta, antes de ahogarse en la afasia, cuando su cantar se impone y todos se dan vuelta para mirarla: ¿una canción imposible? El fin de la realidad es el fin de la voz, las terminales nerviosas y sus ecos en el aire, la confusión de las lenguas.

Corte. Un intermedio musical de tintes barrocos (los músicos, dirigidos por Federico Zypce, llevan máscaras de animales: música y animalidad, máscaras, carnaval: más barroco, imposible), y la última secuencia comienza. El fin de la historia. Un collage que se mueve entre el humor físico, la digresión dramatúrgica y la lucha entre la significación, la escritura y la vida. Un sobretitulado describe y comenta en tono irónico y displicente -con leves deslices- lo que hacen los actores en escena; dos cantantes interpretan arias de indudable estirpe barroca. Es decir, el canto y la escritura, aquello que colorea los límtes de la oralidad y la voz. En un momento, las dos cantantes comienzan a cantar el primer número del Stabat Mater de Pergolesi, obra que conocí primero por la literatura de Carpentier y que adoro profundamente. Entonces, no pude seguir mucho lo que pasaba: había perdido el sentido, era el fin de la historia, porque la música de Pergolesi me desarma, me confunde: al oírla, quiero escuchar la lucha entre las dos cantantes, cómo una invita a la otra en el doloroso (y solar) trance, cómo harán para ser dos muchachas, dos muchachos napolitanos, medio varonas, para contar los sufrimientos de la madre frente al fin del mundo: su hijo colgando en la cruz. 
El efecto fue que las divertidas cabriolas de un grupo de actores fenomenales se volvieran mero collage, pastiche. En El arpa y la sombra de Carpentier está la escena que a mí me quedó registrada como del Stabat Mater, siendo que, en verdad, se relata cuando el joven Mastai Ferreti (el futuro papa Pio IX) y su prima cometen el "leve pecado" de interpretar en un teclado un artia de la Serva padrona, célebre intermezzo de Pergolesi; quiso la suerte que la primera obra de Pergolesi que encontré, cuando quise buscar quién era el músico mencionado en la novela, fuera el Stabat Mater, himno sacro atribuido a Jacopone da Todi. Una nueva forma de un concierto barroco, en el mejor de los casos.

Tres finales comienza fortísimamente intelectual: la discusión de los dos profesores (el sensualismo del pájaro-tigre, un gran momento del discurso de la defensora del Ecce Homo figural); la alumna que realiza una monografía caprichosa; los reproches familiares, tan violentos; las pequeñas miserias de la vida; la masturbación y la iconoclasia (la Ascesis y la Fiesta); las voces amplificadas de los actores; la duda; etc. Y acaba un poco más circense y barroca, a la manera de la bella película de Pasolini, La ricota, que también oponía el arte académico (pero a la luz del manierismo) y la vida de un actor pobre colgando de la cruz.

De todas maneras, lo que pueda haber de "fallido" en Tres finales se complementa con la increíble performance de los actores, con la irradiación corporal que transmiten (Spregelburd abre la boca y con un gesto provoca la risa), bailan, sufren, pronuncian con precisión, etc. y el carácter experimental (no acabado, incompleto, no finalizado) de la obra, que se dedica a proponer algunas señales del fin, sin creer demasiada en ninguna, salvo lo que permanece (y pasa) en la lengua.

Como dice Gastón (¿José Emilio Burucúa?) el especialista en arte de la primera secuencia del fin: no sé. Finalmente, el fin está hecho de señales sin fin.



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