17.8.16

Música fúnebre y vitalismo desesperado - Diario del Colón (2016) - VIII (Die Soldaten, 17 de julio)



I

Las últimas décadas del siglo pasado (si alguna no lo hubiera sido) fueron muy convulsionadas. En el ámbito de la cultura, con el desarrollo de la cultura pop y sus múltiples y poliformes transformaciones recorriendo y cambiando al mundo (al occidental, por lo menos) para siempre, ya nada sería como fue. Unos seis años antes de mi nacimiento, Bernd Alois Zimmermann estrenaba Die Soldaten. Hago referencia al año de mi nacimiento, porque nací a comienzos de la década del ’70. Nadie puede traer a su memoria a esa década sin pensar en el fuego de las armas, la confusión y las viejas series policiales en una Manhattan que podía ser cualquier gran ciudad (alguna de California o una lisérgica Londres) y sus suburbios: policías corruptos, música funk, edificios plateados, delicadas chicas espías, etc. Detrás de esas ciudades imaginadas, el ardor de las guerrillas latinoamericanas, el llamado por la violencia. Es lo que primero se me viene a la cabeza al pensar en aquella época, la imaginación televisiva. Junto a otras imágenes oscuras que tienen tanto de funerales militares como un nervioso y apretado silencio. En paralelo, o quizás tocado de manera tangencial, ocurrió mi infancia. Tenían que pasar más de quince años para que, en la década del ’80, descubriera o empezara a oír algo sobre los “maravillosos” años sesenta.
Pero yo nunca viví la leyenda áurea de los ’60. Descubrí a su piedra filosofal muchos años después, luego de una espiralada inmersión musical (idas y vueltas, avanzando) escuché a The Beatles recién a mediados de los ’90. Escuchar quiere decir, en este caso, asombrarse, maravillarse, etc., pero la verdad es que mi “álbum blanco” no fue sino Substance (1987) de New Order. El disco que bailé en todas las fiestas de mañana.
Bien, los oscuros ’70, los enloquecidos ’80. Y, claro, los ’60 habrían sido los años del amor. Insisto, estoy siendo esquemático, para mí, los ’60 eran la Velvet Underground, su lado oscuro. Mi formación musical, que es lo mismo que decir, mi educación sentimental, siempre estuvo orientada por la curiosidad y una relación muy fuerte con la música que me permitía descrubrir al mundo una y otra vez. Y tuve suerte con las cosas que empecé a leer en mi primera juventud para conocer música diferente a la que sonaba siempre, siempre (“Escalera al cielo”, por decir algo). Así, una columna en una revista para jóvenes que no recuerdo su nombre pero sí el de la columna, Corriente Alterna, me descubría cada quince días un mundo musical divertido. La escribía Pablo Schanton. La prosa de Pablo fue una de las primeras experiencias que tuve con, digamos, la “literatura musical”. La literatura escrita por/para hablar de música. Las palabras que juegan a acercarse al sonido. Literatura que me obsesiona desde esos años.
En todo caso, hay un consenso alrededor de la alegría de los años ’60, de su afán liberal, de la juventud en el centro de la escena. Escena que oscurecerían los helicópteros a la carga en Vietnam (el otro día, un importantísimo productor de televisión contaba cómo logró vender una serie sobre la guerra de Vietnam utilizando en las promociones un tema de los Rolling Stones que no sonaba en la serie ni siquiera de fondo en alguna escena).





II

Sea como fuera, la particular ópera Die Soldaten fue estrenada en su versión definitiva en 1965. A mediados de la década del amor, en su cenit. Si de un lado está la imaginación de la cultura pop, del otro encontramos a las segundas vanguardias musicales (las de los veranos de Darnsmat, los Internationale Ferienkurse für Neue Musik. La áspera y calibrada negatividad de dichas vanguardias, su obsesionado rigor material, la erizada relación con la sociedad, que el mismísimo Adorno había denunciado como más que fetichista, reificada en los años ’60 (otra vez…).
Hablando de Theodor Adorno, hay una anécdota que cuentan algunos biógrafos -que tiene algo de hagiográfico en el desconsolado encuentro- en la que un grupo de jóvenes hippies interrumpen una clase del filósofo y lo cubren de flores y gestos más o menos sensuales. Frente a esta escena, Adorno se retira confundido y avergonzado. (También, hay otra anécdota en la cual, frente a unos estudiantes revoltosos, Adorno llama a la policía). Lo que muestra esta anécdota (real o no: verosímil) es la dificultad de ese tiempo contemporáneo. Las vanguardias históricas, producto en cierta manera de la “emancipación” de la tonalidad llevada adelante por la II Escuela de Viena y, especialmente, por la obra de Anton Webern, exploraban los diagramas musicales más intrincados y sofisticados, el “generalísimo Boulez” (según Taruskin) y Stockhausen eran sus más célebres representantes. La complejidad y un juvenil ímpetu iconoclasta marcaban sus orientaciones principales con respecto a la tradición musical. Como a los técnicos que enviaron un cohete a la Luna con tres valientes e inconscientes marines en la punta del artefacto espacial les debemos desarrollos que modificaron las comunicaciones, A Stockhausen le debemos desarrollos que cambiaron, también, la manera de hacer música en un ámbito más pop (como registro iconográfico, baste mencionar su foto en la portada de Sargent Pepper, la música electrónica se desarrolló con fuerza desde entonces, siendo uno de sus primeras manifestaciones el vital Kraut alemán de los ’70).
A Webern lo mató un soldado aliado mientras fumaba un cigarrillo, unas de las últimas declaraciones de Stockhausen fue con respecto al atentado a las Torres Gemelas. En la improbable parábola que se inscribe entre ambos acontecimientos, la llamada “música contemporánea” (nueva, en tiempos de Viena) se toca con la guerra y la muerte.


III

En el comienzo fue Berg. El enorme compositor vienés dejó para la posteridad una obra maestra, la última ópera que nadie podrá volver a escribir jamás: Wozzeck. En ella, se pone en escena los desarrollos más sofisticados de la segunda escuela vienesa, el atonalismo libre, el expresionismo, las músicas cabareteras, las lúmpenes, el dodecafonismo, al romanticismo, mientras asistimos a la degradación de una persona, o de dos, del soldado y de su mujer (asesinada locamente bajo una luna roja) o de tres: el hijo de Marie. Quizá, Wozzeck sólo pone en escena el silencio del niño, es de él de quien habla (y canta). No hay manera de leer ninguna escena médica sin la densidad musical de esta ópera, así de experimental (en términos de cómo la experimentamos) es esta ópera. Quedó como la madre de las óperas del siglo XX. Su intensidad, su (llamémosle así) movilidad: de la gran orquesta al grupo del suburbio, del dolor proletario a la sofisticación ciega, no deja nada de lo humano sin interrogar, sin señalar su herida (y proponer la sutura en la música). La otra ópera de Berg fue Lulu, una obra más estridente, cuya resolución no es el silencio de un niño sino el grito de una puta. Más allá de las obsesiones del finisecular vienés burgués, la figura endemoniada de Lulu es el devenir de las primeras (la primera) figura del melodrama: la ninfa. Las sucesivas encarnaciones de Euridice, cuya mirada es fundante de la escritura, fueron guerreras (el César castrato), Orfeo mismo (en las óperas de Monteverdi, en las poetas barrocas, hasta en las reformas de Glück), hasta que el romanticismo tensó el diagrama edípico y la sombra fugitiva de Euridice corrió hacia el lied y la canción, para dejar lugar al deseo masculino y femenino sobre el rumor oceánico de la orquesta (que también será murmullo de insectos y fuerzas telúricas). Debussy representó crespuscular (¿o era un amanecer?) a la ninfa perdida, entre el bosque sagrado de Eleusis (de allí venía aturdida) y la ciudad moderna (los pobres que duermen en la calle del II Acto: Il y a une famine dans le pays.../ Pourquoi sont-ils venus/
dormir ici?) en una armonía cuyo centro era la fugitiva ninfa (la niña que muere dos veces o que muere como un animal). Lulu venía a exhibir el cierre de esta figura, su degradación como figura de circo, una hembra histérica y sádica. Lo que es seguro es que se trataba de una figura lejana, bastante incomprensible y lo que en Pelléas et Mélisande era una armonía sin centro, ahora es el rugir de una fuerza ctónica (la obra de F. Wedekind en la que se basa Lulu se llamaba Erdgeist (El espíritu de la Tierra): la ninfa es ese cantábile terrestre, el ritornello de una naturaleza cantarina (aunque su encarnación no siempre fue sencilla, pensemos en los castrati) que despierta la violencia en la convulsión expresionista.


IV

Die Soldaten es una aparición anacrónica de la ninfa rota, en tanto que esta ópera se inscribe en su momento más crítico, de máxima lejanía  que ya agonizaba en Melisande, pero no hay en Zimmmermann “un cuarto de niños” como en (Arturo Carrera o ) Debussy. "Los tiempos hubiesen sido normales -en el sentido en que lo fueron antes de 1914-, la música de nuestros días se encontraría en una situación diferente" escribió Schönberg en el año ’36: Zimmermann compuso esta obra en pleno auge de la imaginación pop, las preciosas hijas del flower power y la erizada vanguardia musical contemporánea, a su vez, es una obra expresionista, densa, desesperante. Sucesiva, consciente de ser, de alguna manera, un vórtice temporal, comprobable en el escenario múltiple y las escenas simultáneas. Zimmermann hablaba de la Kugelgesalt der Zeit (la esfericidad del tiempo, podríamos traducir, o del tiempo esférico). Escribe sobre formas musicales "clásicas" en las que hayinscripta una narratividad, por lo menos topológica (estructural) y cierra la obra con una fuga (de muerte).
Marie, su protagonista, es una chica medio tonta, enamoradiza, que está atrapada en una red militar (por lo tanto, marcial). La imaginería de la ópera es anacrónica, las barrancas parecen más las barrancas de soldados de la IGM que una contemporánea a la realización. Todo en esta obra está muy marcado teatralmente, es una obra eminentemente teatral. Su primera y última didaskalia son las óperas de Berg con las que hace sistema, y con las que se coloca en la serie Euridice-Lulu, en cierta cuestión histórica de figuraciones. Para Zimmermann, una ópera moderna debía tener “arquitectura, escultura, música grabada, televisión, circo, la comedia musical…”, es el logos de Berg. Esta insistencia en un momento musical se conecta con una tradición (Bach). La música se carga de contrapuntos y su polifonía crece en densidad: de ahí, el estruendoso comienzo del final de Marie (en el IV Acto), simultáneo, espiralado, pesadísimo.


V

Fue extraño, y no tanto, ver esta ópera moderna en la sala principal del Teatro Colón, ya que no había sido pensada para una sala "a la italiana"; sin embargo, esta sala posee una plasticidad fuera de tiempo (aunque me perdí de mucho desde mi ubicación). La realización de Pablo Maritano fue magnífica, casi me quedé sin aliento -yo estaba sentado en medio de una pareja de italianos- en el inicio del IV Acto, frente a todas las Marías del mundo. Los momentos decimonónicos (la visita de la Condesa la Roche como comentario a la escena del II Acto de La traviata), la orquesta desbordando el foso, subiendo por los palcos laterales, el momento de “ballet” en el que los soldados golpean y componen una fuerte percusión en la escena de la cantina, la escena rusa del envenenamiento… esta ópera se pliega sobre sí misma y así sobre la ópera como genero.
Se cierra en su marcha a ninguna parte, y ya nada más queda.
Demás esta decir que el desempeño de la Orquesta Estable fue extraordinario, vibrante, y la dirección de Baldur Brönnimann (ya había dirigido a Prometeo de Luigi Nono en el Teatro) le imprimió limpidez y claridad a la portentosa partitura escrita con sabiduría polifónica. Los cantantes, la incansable Susanne Elmark como Marie, el infeliz Stolzius (Leigh Melrose), el terrible Despostes de Tom Randle fueron un tríptico de miseria y desolación. Destaco el humor –sí, algo así- de la escena de la Condesa en su casa, patética y absurda.
Marie queda sola, abandonada, perdida. Pronuncia un grito atávico. Y muere, con el mundo a sus espaldas.

Y, después, la sensación de haber presenciado un triunfo, y buscar en nuestra experiencia conmovida qué queda, qué resuena en nuestros oídos, sangre y corazones al salir a la calle. En el año 2016.



DIE SOLDATEN
ÓPERA EN CUATRO ACTOS (1964)
MÚSICA DE BERND ALOIS ZIMMERMANN
LIBRETO DEL COMPOSITOR, TOMADO DE LA PIEZA HOMÓNIMA
DE JAKOB MICHAEL REINHOLD LENZ

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