Dentro de la sombra de una canción está la vida
Hace unos treinta años, estaba con mi querido amigo Ariel, un
día de vacaciones de verano, esperando el colectivo bajo un sol fuerte del
mediodía en Lomas de Zamora. Habíamos ido a comprar uno de esos discos exitosos
que todo el mundo quería tener. Era, creo, el quinto o sexto disco que me compraba en
mi vida. El primero había sido Arena
de Duran Duran. En verdad, Arena había sido el primero que había elegido yo, y que le había pedido a mis
padres para un cumpleaños. Ni The Beatles, ni The Rolling Stones: mi primera
banda pop fue aquella del cruce perfecto entre invento y muchachos que
componían sus canciones (aunque, en fin, eso se podría decir de cualquiera de
las otras dos bandas, pero se entiende). Además, a Duran Duran lo acompañaba un
imaginario playboy, no diría dandy porque, a esta altura, detesto la idea de
dandy: buena tintorería, pinta y viajes en barco por costas ricas. Todo lo que un chico del
conurbano bonaerense como yo, entonces un amante de la luz del verano y el mar,
necesitaba. Con Arena aprendí a
escribir mi historia en canciones. Con arena, aprendí a escribir mi historia. Si
estaba exultante, cantaba “Is There Something I Should Know?”; envuelto en una
cuestión amorosa, “Hungry like a Wolf”; con el corazón roto, “Save a prayer”,
etc. Y uno iba aprendiendo a reconocer los pliegues sonoros, los artilugios de
la producción, que nos ofrecían identificaciones personales a la vez que
universales. Ese era el truco, la mentira de toda mentira, de la música
comercial, decía Adorno. Es verdad, pero el libro de nuestras vidas se fue
escribiendo con esas canciones y no hay revolución posible que nos permita
salir de allí. O sí, una revolución excéntrica, que sea capaz de reconocer el
camino y pensarlo críticamente. Suena terriblemente intelectual, pero se trata
de pensar. Mi vida está en esas canciones sofisticadas y algo tontas y, por
supuesto, no. Mi canción preferida de Duran Duran –que no estaba en Arena- es “Rio”.
Ahora estábamos esperando, hace treinta años, insisto, el
colectivo para llegar a casa y poner en la bandeja (era un LP, fue hace mucho
tiempo todo esto, era pleno siglo XX en cualquier cuenta) En vivo en el Ópera de Los abuelos de la nada. El disco era un
disco “en vivo”, tan en vivo como el Arena:
es decir un remezcla total de estudio de uno o varios shows, que contenía
varios éxitos de la banda de Miguel Abuelo, desde la hermosa “No te enamores
nunca de un marinero bengalí”, que en mi memoria está relacionada con el primer
libro de poemas de Girondo, las canciones de Alberti y cierta zona de la poesía
lorquiana: ese duende del sur español que actualmente me insiste con algunas
fiestas que no vienen a cuento. Ese carnaval incandescente, indecente y
transpirado tenía su lado oscuro en la pesada “Himno de mi corazón”. Pero las
canciones que más nos gustaban de ese disco (excepto “Chalamán”) eran “Así es
el calor”, “Costumbres argentinas”, “Sin gamulán” y “Mil horas”: todas
compuestas por un joven tecladista que, rápidamente, se había hecho nombre en
esa gran versión de la banda de Abuelo, Andrés Calamaro. Entonces, la voz de
Calamaro no tenía el toque de la voz de Abuelo. Era más lineal, menos demonia.
Y se podría decir algo parecido de sus canciones. Ninguna tenía el vagabundismo
solar y santo de las canciones de Miguel, pero a pocos les es dado el don de la
santidad, y a nosotros aquel puñado de canciones (por más directas, obvias) nos resultaba irresistible. Desde ese caluroso
día de enero de hace más de treinta años, la música de Calamaro -me doy cuenta
ahora- pasó a ser una compañía, una letra constante en el cuento de mi vida con
música. Los meses, a los trece, catorce años, pasan con una velocidad pasmosa.
Cada mes es diferente al anterior, cada banda que aparecía traía nuevas
locuras. Cada noche, traía nuevos delirios que podrían habernos costado la
vida. Así de intenso es todo. Y uno de esos veranos delirantes, tenían la
música de “Sinfonía americana”, latina y sana. Si no podés cambiar, vas a
pasarlo mal. Y si te ves cambiar, tendrás que improvisar. Esa educación
sentimental es poderosísima, casi una ética: “Tonta fuiste, quizás, aunque
nunca has sido fea, Tendrás que improvisar, te quiero en éxtasis total”.
Después del disco en vivo de Los abuelos, Calamaro
comenzó una carrera solista que, al principio, no seguí mucho. Hasta que en 1988,
dos o tres años después, compré el cassette “Por mirarte” de un rockero
Calamaro. Lo escuché bastante, pero para entonces mis gustos musicales se
habían ampliado mucho, tenía cierta predilección por el postpunk de Talking
Heads y había explotado una bomba llamada The Cure, que me encantó durante un
tiempo.
No recuerdo por qué, en 1990 compré el disco Buena suerte de Los Rodriguez. Calamaro
se había ido a vivir a España y había formado una banda nueva, con músicos
argentinos y españoles. Creo que por alguna nota leída por ahí, porque la
promesa de sol todavía me entusiasmaba, compré ese disco y lo escuché una noche
sentado en el sillón de la casa de mis padres y me encantó. En Adrogué no los
conocía nadie. Yo les mostré a mis amigos esas canciones y las recibieron con
alegría. Inmediatamente después de ese primer disco, Los rodriguez
editó un disco “en vivo” (otra vez) que era una excusa para tocar y pasar de
nuevo las canciones del primer disco, junto a clásicos a la Tequila. Funcionó. Escuchamos ese disco mil veces
y una vez más.
En fin, entré a la facultad, empecé a estudiar, hice nuevos amigos tan
importantes como mis amigos con los que crecí. Amigos que me enseñaron nuevas
cosas, de gustos muy diferentes a los míos. Ellos amaban a Spinetta o a Charly.
(Charly está en otra dimensión, me parece.) Mi músico “nacional” era y es Calamaro,
que por esos años ya había alcanzado una popularidad inmensa con Sin documentos.
Pasaron los años, musicalmente hablando escuché lo que
Daniel Link llama “La canción de la Tierra”, sí Das Lied von Der Erde, entré al mundo de lo clásico, que no es sino
una escritura hecha de voces y fragmentos de todas nuestras vidas y la vida de
los insectos, las plantas y los animales. Su ritmo me convocó, y allí me puse a
vivir.
Ahora sí en este año, volví a escuchar a Calamaro. Fue encontrarme
con aquellos veranos éticos, un poco tontos, pero extasiados y solares (con sus nocturnidades). Empecé a
explorar los últimos discos (ha pasado tanto tiempo...) en la red, y me sorprendí
con el arqueológico El palacio de las
flores, lo escuché entero varias veces, y me gustó mucho Bohemio. "Me porté como un bohemio de postín, fui a las corridas de toros..." cantamos con mi hijo. Y así supe que, para mí, Andrés Calamaro
es el gran artista popular de canciones. Ese espacio de letra, voz y música en
el que nuestra vida trata de hacer experiencia, él tiene un lugar especial. Lo estaré cantando mucho años más.
Por eso, creo que el año que viene quiero (y debo) conocer España. No voy a
viajar por trabajo (me salieron mal varias cosas como para que eso vaya a
pasar, pero tampoco es una fantasía que tenga), no voy a viajar para acompañar a nadie: lo
haré como turista, pero lo haré por mis amigos queridos con los que escuchábamos aquellas canciones. Iré con dos o tres
sueños literarios, y querré volver a casa. Las cámaras de los aeropuertos y el
fin del mundo grabarán la imagen de mi cuerpo cansado y valiente.
2 comentarios:
muy identificado con lo que contás de arena, diego, que me regaló (en casette) mi primera "novia" en sexto grado. tuve que escucharlo hace un rato todo entero. ¡me había olvidado de "the chauffer"!
abrazo
¡Nicolás, qué bueno saber que pasás por acá y leés estas notas!
Creo, creo, que la versión nacional de Arena no tenía The chauffer, tema que escuché el otro día, al repasar el disco.
Publicar un comentario