28.11.16

Dentro de la sombra de una canción está la vida

Hace unos treinta años, estaba con mi querido amigo Ariel, un día de vacaciones de verano, esperando el colectivo bajo un sol fuerte del mediodía en Lomas de Zamora. Habíamos ido a comprar uno de esos discos exitosos que todo el mundo quería tener. Era, creo, el quinto o sexto disco que me compraba en mi vida. El primero había sido Arena de Duran Duran. En verdad, Arena había sido el primero que había elegido yo, y que le había pedido a mis padres para un cumpleaños. Ni The Beatles, ni The Rolling Stones: mi primera banda pop fue aquella del cruce perfecto entre invento y muchachos que componían sus canciones (aunque, en fin, eso se podría decir de cualquiera de las otras dos bandas, pero se entiende). Además, a Duran Duran lo acompañaba un imaginario playboy, no diría dandy porque, a esta altura, detesto la idea de dandy: buena tintorería, pinta y viajes en barco por costas ricas. Todo lo que un chico del conurbano bonaerense como yo, entonces un amante de la luz del verano y el mar, necesitaba. Con Arena aprendí a escribir mi historia en canciones. Con arena, aprendí a escribir mi historia. Si estaba exultante, cantaba “Is There Something I Should Know?”; envuelto en una cuestión amorosa, “Hungry like a Wolf”; con el corazón roto, “Save a prayer”, etc. Y uno iba aprendiendo a reconocer los pliegues sonoros, los artilugios de la producción, que nos ofrecían identificaciones personales a la vez que universales. Ese era el truco, la mentira de toda mentira, de la música comercial, decía Adorno. Es verdad, pero el libro de nuestras vidas se fue escribiendo con esas canciones y no hay revolución posible que nos permita salir de allí. O sí, una revolución excéntrica, que sea capaz de reconocer el camino y pensarlo críticamente. Suena terriblemente intelectual, pero se trata de pensar. Mi vida está en esas canciones sofisticadas y algo tontas y, por supuesto, no. Mi canción preferida de Duran Duran –que no estaba en Arena- es “Rio”.
Ahora estábamos esperando, hace treinta años, insisto, el colectivo para llegar a casa y poner en la bandeja (era un LP, fue hace mucho tiempo todo esto, era pleno siglo XX en cualquier cuenta) En vivo en el Ópera de Los abuelos de la nada. El disco era un disco “en vivo”, tan en vivo como el Arena: es decir un remezcla total de estudio de uno o varios shows, que contenía varios éxitos de la banda de Miguel Abuelo, desde la hermosa “No te enamores nunca de un marinero bengalí”, que en mi memoria está relacionada con el primer libro de poemas de Girondo, las canciones de Alberti y cierta zona de la poesía lorquiana: ese duende del sur español que actualmente me insiste con algunas fiestas que no vienen a cuento. Ese carnaval incandescente, indecente y transpirado tenía su lado oscuro en la pesada “Himno de mi corazón”. Pero las canciones que más nos gustaban de ese disco (excepto “Chalamán”) eran “Así es el calor”, “Costumbres argentinas”, “Sin gamulán” y “Mil horas”: todas compuestas por un joven tecladista que, rápidamente, se había hecho nombre en esa gran versión de la banda de Abuelo, Andrés Calamaro. Entonces, la voz de Calamaro no tenía el toque de la voz de Abuelo. Era más lineal, menos demonia. Y se podría decir algo parecido de sus canciones. Ninguna tenía el vagabundismo solar y santo de las canciones de Miguel, pero a pocos les es dado el don de la santidad, y a nosotros aquel puñado de canciones (por más directas, obvias)  nos resultaba irresistible. Desde ese caluroso día de enero de hace más de treinta años, la música de Calamaro -me doy cuenta ahora- pasó a ser una compañía, una letra constante en el cuento de mi vida con música. Los meses, a los trece, catorce años, pasan con una velocidad pasmosa. Cada mes es diferente al anterior, cada banda que aparecía traía nuevas locuras. Cada noche, traía nuevos delirios que podrían habernos costado la vida. Así de intenso es todo. Y uno de esos veranos delirantes, tenían la música de “Sinfonía americana”, latina y sana. Si no podés cambiar, vas a pasarlo mal. Y si te ves cambiar, tendrás que improvisar. Esa educación sentimental es poderosísima, casi una ética: “Tonta fuiste, quizás, aunque nunca has sido fea, Tendrás que improvisar, te quiero en éxtasis total”.
Después del disco en vivo de Los abuelos, Calamaro comenzó una carrera solista que, al principio, no seguí mucho. Hasta que en 1988, dos o tres años después, compré el cassette “Por mirarte” de un rockero Calamaro. Lo escuché bastante, pero para entonces mis gustos musicales se habían ampliado mucho, tenía cierta predilección por el postpunk de Talking Heads y había explotado una bomba llamada The Cure, que me encantó durante un tiempo.
No recuerdo por qué, en 1990 compré el disco Buena suerte de Los Rodriguez. Calamaro se había ido a vivir a España y había formado una banda nueva, con músicos argentinos y españoles. Creo que por alguna nota leída por ahí, porque la promesa de sol todavía me entusiasmaba, compré ese disco y lo escuché una noche sentado en el sillón de la casa de mis padres y me encantó. En Adrogué no los conocía nadie. Yo les mostré a mis amigos esas canciones y las recibieron con alegría. Inmediatamente después de ese primer disco, Los rodriguez editó un disco “en vivo” (otra vez) que era una excusa para tocar y pasar de nuevo las canciones del primer disco, junto a clásicos a la Tequila. Funcionó. Escuchamos ese disco mil veces y una vez más.
En fin, entré a la facultad, empecé a estudiar, hice nuevos amigos tan importantes como mis amigos con los que crecí. Amigos que me enseñaron nuevas cosas, de gustos muy diferentes a los míos. Ellos amaban a Spinetta o a Charly. (Charly está en otra dimensión, me parece.) Mi músico “nacional” era y es Calamaro, que por esos años ya había alcanzado una popularidad inmensa con Sin documentos.
Pasaron los años, musicalmente hablando escuché lo que Daniel Link llama “La canción de la Tierra”, sí Das Lied von Der Erde, entré al mundo de lo clásico, que no es sino una escritura hecha de voces y fragmentos de todas nuestras vidas y la vida de los insectos, las plantas y los animales. Su ritmo me convocó, y allí me puse a vivir.
Ahora sí en este año, volví a escuchar a Calamaro. Fue encontrarme con aquellos veranos éticos, un poco tontos, pero extasiados y solares (con sus nocturnidades). Empecé a explorar los últimos discos (ha pasado tanto tiempo...) en la red, y me sorprendí con el arqueológico El palacio de las flores, lo escuché entero varias veces, y me gustó mucho Bohemio. "Me porté como un bohemio de postín, fui a las corridas de toros..." cantamos con mi hijo. Y así supe que, para mí, Andrés Calamaro es el gran artista popular de canciones. Ese espacio de letra, voz y música en el que nuestra vida trata de hacer experiencia, él tiene un lugar especial. Lo estaré cantando mucho años más.
Por eso, creo que el año que viene quiero (y debo) conocer España. No voy a viajar por trabajo (me salieron mal varias cosas como para que eso vaya a pasar, pero tampoco es una fantasía que tenga), no voy a viajar para acompañar a nadie: lo haré como turista, pero lo haré por mis amigos queridos con los que escuchábamos aquellas canciones. Iré con dos o tres sueños literarios, y querré volver a casa. Las cámaras de los aeropuertos y el fin del mundo grabarán la imagen de mi cuerpo cansado y valiente.

2 comentarios:

nicolás schuff dijo...

muy identificado con lo que contás de arena, diego, que me regaló (en casette) mi primera "novia" en sexto grado. tuve que escucharlo hace un rato todo entero. ¡me había olvidado de "the chauffer"!
abrazo

Diego C. dijo...

¡Nicolás, qué bueno saber que pasás por acá y leés estas notas!
Creo, creo, que la versión nacional de Arena no tenía The chauffer, tema que escuché el otro día, al repasar el disco.