tiempo de llorar, y tiempo de reír;
tiempo de lamentarse, y tiempo de bailar;
tiempo de lanzar piedras, y tiempo de recoger piedras;
tiempo de abrazar,
y tiempo de rechazar el abrazo
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Mi abuela murió el miércoles 15 de marzo de 2017. Esa noche
yo estaba en el escenario del Teatro Colón escuchando un recital del pianista
Marino Formenti. Mi abuela estaba muy cansada, hacía pocos años que su cuerpo había comenzado a mostrarse definitivamente agotado y tenía cada vez más problemas de memoria. Era el fin. Su mente estaba muy deteriorada, habían comenzado las alucinaciones acústicas, a las
que se fueron sumando momentos de delirios. De a poco, comenzó a vivir en otro
tiempo: hacía cosas como atender el almacén que con mi abuelo habían tenido
hace más de 70 años en Adrogué, sentada de madrugada al borde de su cama, y en sus cada vez menos momentos lúcidos, se
lamentaba de no poder caminar, de los dolores del cuerpo. A veces, tenía miedo.
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Marino Formenti es un pianista italiano muy particular. Sus
recitales pueden ser como el de esa noche en el escenario del Colón. Invitado
por el CETC, Formenti estuvo haciendo una residencia, viviendo en el subsuelo
del Teatro, en donde recibió a algunos estudiantes y periodistas los primeros
días para recitales y encuentros personales. Todos coinciden en que se trató de
una gran experiencia. Luego, Formenti realizó el recital en el que –con un gesto
vanguardista- no había un programa determinado, sino que el mismo devenir de la
noche, la interacción del artista y los que estábamos ahí (algunos terminaron
cantando, tocando el piano, solos o con él) armarían el repertorio.
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Estábamos en el escenario, la sala a media luz. Éramos
muy pocos, creo que había muchos amigos de los organizadores, gente del mundo
de la música, algunas parejas y algunos solitarios extravagantes como yo. Ese
día había llovido bastante, así que fui con unas botas azules que tengo y que
me gustan mucho. No quiero exagerar, pero era una hermosa noche. En el
escenario había sillas, sillones y almohadones en el suelo. Debajo del piano,
había dos colchonetas que dos jipis ocuparon casi toda la noche. Vuelvo a
insistir en que no quiero ser exagerado: sin embargo, debo reconocer que el
recital ofrecía algo muy diferente a lo que estaba acostumbrado, un pianista de
primera línea, ahí, junto a nosotros, dispuesto a conversar, a que nos
acercáramos al piano, a elegir las piezas de una mesa repleta de partituras
cuyas encuadernaciones ya eran promesas. Yo estaba solo, un funcionario
caminaba nervioso por ahí. Me miró un par de veces como esperando que le dijera
algo. No tenía nada para decirle.
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Cuando llegué, Formenti estaba conversando con un grupito
de jóvenes. No lo reconocí hasta que se acercó al piano y saludó. Se sentó y
dijo que iba a tocar una canción gitana. El gesto me conmovió: de todo el
arsenal pianístico disponible (cerca del final, Formenti tocaría la
transcripción de Liszt de la Muerte de
amor de Tristán, por ejemplo), eligió una breve canción gitana, hermosa,
sencilla, extraterritorial, errante: una música menor.
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Mi abuela estaba internada, sus últimos días fueron una
combinación de cariño familiar y farmacología clínica.
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Cuando Formenti terminó de tocar la pequeña pieza gitana,
la noche había cambiado. Todo se había transfigurado, las luces, la oscuridad
de los palcos, los dos jipis que estaban debajo del piano, el sonido, que
estaba entre nosotros como un centinela. Dada la relativa, pero cierta libertad con la que contábamos, yo tomé nota de algunas de las piezas, a medida
en que Formenti las presentaba. A veces, lo hacía con claridad. Otras veces, mostraba la partitura, otras apenas susurraba algo. A la canción gitana le siguió un adagio de Bach. La matemática barroca resultó ser un ordenador de la
melancolía, y la severa arquitectura que puede conjurar la angustia hizo de
contrapunto al primer e inolvidable momento. Todo sería contemporáneo esa
noche: música de ahora, música para los problemas de ahora. En ese sentido, la gestualidad vanguardista se cumplía:
un arte vitalísimo, aunque suave y frágil, tenía lugar.
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La tercer pieza fue la Sonata Sauvage de George Antheil, de los
años ’20 del siglo pasado. También, esta obra (rítmicamente mecánica, punzante,
disonante) tiene la leyenda del estreno polémico, los gritos indignados, la
platea a las trompadas (el mito principal en este sentido pertenece al estreno
de La consagración de la primavera,
con Nijinsky bajándose del escenario a defender a golpe de puños la obra). Acto
seguido, la Gymnopédie N° 2 de Satie
y su música hecha para la danza, la antigüedad, la desnudez, la guerra y la festividad.
Piezas de una clara gestualidad. La quinta interpretación fue una composición de
Liszt (él inventó el piano moderno, todas sus posibilidades), una composición
tardía, una canción de cuna que el húngaro escribió a los 80 años. Alguien le
pidió un tango y Formenti respondió que el único tango que podía tocar bien era
el de Stravinsky.
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Hubo valses, un himno gitano (una nación sin territorio),
preludios de Ernest Bloch, las concentradas y filológicas piezas de Kurtag,
ejercicios de lectura, etc. Otros tocaron, también. Un muchacho toco “Viernes
santo y lluvioso” de Gandini, otro cantó junto con Formenti al piano, un actor.
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Una virtud de este tipo de recitales en donde hay piezas
musicales de diferente épocas, estilos, estructuras, etc., etc. es la alegre
polifonía, la variedad babélica que llega hasta el desconcierto, el
desorden y la sorpresa de entrever un rostro conocido en un paseo colorido y de
esplendor oriental (¿de dónde, si no, el esplendor?). El inevitable roce,
permite “acerar” la escucha, percibir matices inesperados o escuchar
filiaciones que son a-filiaciones, reconfigurar los diagramas que las obras
poseen para formar un manojo que se presenta con la gracia de un don. No puedo
evitar aquí citar la anécdota de Benjamin en Italia (Libro de los pasajes), cuando relata que una noche
“… me senté presa de un dolor violento en un banco. Frente
a mí dos chicas se sentaron en otro. Parecía querer hablar de algo en confianza
y comenzaron a susurrar. No había nadie cerca, excepto yo, y yo no habría
entendido su italiano por más alto que hablaran. Pero no podía resistir la
sensación, ante ese inmotivado murmullo en un lenguaje que me era inaccesible,
de que estaban aplicando un paño frío al lugar dolorido.”
Para redondear la idea: hay una escena célebre (“Sí, también
yo he tenido mi visión”, incluido en Todo
está en tocas las cosas) de Sergio Pitol perdido en una Venecia difusa, sin anteojos que
había olvidado en Triste. El escritor tuvo que recorrer la ciudad de agua
entreviendo formas, adivinando contornos entre las masas de piedra y los
destellos de la luz. Así me siento ante algunas obras musicales: no poseo
capacidad de análisis musicológico, entonces me muevo entre pliegues posibles, la palabra vacilante, la experiencia, la sorpresa y la expectativa.
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No entiendo, pero muchas veces el sonido aplica, allí donde
está doliendo, un bálsamo. Otras veces, todo ocurre de manera más o menos
indiferente, y en esa indiferencia, descubro cierto placer intelectual, no por
menos intenso también vital.
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El buen humor de Formenti no excluyó algo de severidad. A
veces, preguntaba qué querían escuchar y tocaba lo que el público pedía. Otras,
alguien dice: “Chopin, un nocturno” y él contesta: “Vení y tocalo vos”, aunque
luego comienza con un pieza romántica y sentimental como un nocturno.
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Hay un cuento de Leo Masliah (“El precio de la fama”) en
el que cuenta que un pianista, relativamente consagrado por los medios de comunicación y
los círculos musicales, Alex Estragón, en una velada paqueta, comienza a
tocar a pedido del público del salón. Todos responden maravillados a sus interpretaciones, en primera instancia. Pero el artista
continúa, no se detiene, acumula piezas, ciclos enteros, integrales: harta a sus oyentes, que
quieren que acabe de una vez para cenar en paz. Él sigue tocando, cada
vez más todo se vuelve insoportable, porque la música no termina. Hasta que lo
arrojan por las escaleras en medio de insultos. Pero esta noche podría haber durado dos o cinco o seis horas. Nunca
sobrevoló el agotamiento, había algo muy encendido que se mantenía alerta y nos
mantenía atentos. Una escucha bastante libre, una pequeñísima victoria de la
escucha. Un punto de encuentro entre el artista y una comunidad de oyentes,
equilibrada y debilísima.
En el cuento, Estragón toca el estribillo de “Pájaro
campana”. Marino Formenti contó que en una de las visitas de su residencia,
alguien le acercó una canción popular llamada “Mi viejo”, era la canción de
Piero, claro. Formenti tomó un papel y tocó lo que había anotado de esa canción, en un arreglo de maneras
románticas y rubatas.
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No puedo dejar de recordar con alegría los paseos con mi
abuela, la huerta que tenía en el fondo de la casa en Longchamps. Cuando la
acompañaba, yo casi adolescente, a hacer compras a la feria. Con ella se iba
parte de mis recuerdos de infancia, de un mundo que viví con alegría. Ella
tenía algo de esos campesinos que Pasolini entrevistaba bajo un sol tremendo en
la campiña agónica: testimonios del tiempo de las luciérnagas. Nadie entienda en esta
elegía un mero recuerdo personal idealizado, hablo de estrictos tiempos de la historia:
Leonardo Sciasica recuerda la célebre “Carta de las luciérnagas” de Pasolini (publicada
el 1° de febrero de 1975) en un libro en donde relata las peripecias políticas
alrededor del asesinato del líder de la Democracia Cristiana italiana en manos
de un comando de las Brigadas Rojas, Aldo Moro.
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Una vida es la zona de contacto de muchas otras vidas.
Entre las notas del recital, me llegó un mensaje diciendo que mi abuela había
muerto. Todo tomó un tono religioso, alcé la mirada y pensé en los muertos y en
los vivos. La música está hecha de promesas y de pérdidas (de magia y pérdida
como decía Lou Reed), hasta la última nota terminó de sonar aquella noche
especial y querida: la música había mencionado muchas cosas y algunos nombres
que hasta aquí he intentado recuperar, llamar aunque estén perdidos.
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Una de las últimas piezas que tocó Formenti fue “La
muerte de Isolda” de
Tristán e Isolda,
la transcripción de Liszt. Antes de sentarse a tocar, dijo “para encontrar
judíos que amen así a Wagner, tuve que venir a la Argentina”. Un acertado chiste para ir cerrando una noche tan poco wagneriana en sentido estricto, una noche rapsódica, donde el paso de la vida se fue configurando en su devenir: ¿alguien más estaría viviendo algo como lo que a mí me pasaba? ¿Teníamos algo en común? Esa noche, la música reveló su poder de archivo (afectivo y acústico) de lo dicho y lo no dicho. Como escribió
Federico Monjeau en un artículo acerca de su encuentro con Formenti: "Le comenté qué hermosa y plena sonaba esa música para clave en el piano moderno y me dijo que no hay nada que no pueda tocarse en el piano moderno". Así también con nuestras vidas, hermosas y plenas.
para Ángela González (1921-2017),
con amor y agradecimiento